- ¡Qué frío!
7
Susurraba
mientras entraba
en su
ciento
veintisiete. Otra
vez el
mismo recorrido
rutinario y
llegada al
ayuntamiento.
Volvió a
disculparse por
su tardanza
y se
unió a
ellos. El
capataz daba
las últimas
órdenes y
se dirigió
a Jorge:
- Hoy no vamos a La Feria por lo del accidente. Vamos a pintar la fachada de la Casa del Marino. Montarán el andamio e irán bajando pintando la zona que da hacia el mar.
Asintió
y con
un gesto
indicó que
subiera al
microbús. El
recorrido fue
a la
inversa del
que hizo
el coche
de Jorge.
El edificio
estaba ocupado
por diferentes
departamentos del
Ayuntamiento y
algunas consultas
de Especialidades
de la
Seguridad Social.
El interior
era testigo
del trasiego
de cientos
de ciudadanos
que realizaban
sus gestiones.
Jorge
se encontraba
en el
lugar con
mejores vistas
del edificio.
Desde la
azotea podía
contemplar todo
el muelle
con algún
petrolero vacío
atracado. Al
fondo más
barcos fondeados.
La popa
del Armas
alejándose en
dirección
Fuerteventura y
cada vez
haciéndose más
pequeño. En
la vieja
base naval
de la
Armada, una
patrullera de
los años
setenta esperando
su último
viaje al
astillero. Desde
aquella altura
los viandantes
que circulaban
por el
parque se
veían diminutos.
Coronando aquel
paisaje “Los
Bardinos” el
hotel más
alto de
la ciudad.
Como todos
los días
sobre esas
horas, el
atasco ya
estaba formado
en la
avenida marítima
y hacia
la Isleta.
El mastodóntico
Centro Comercial
entorpecía la
vista de
parte de
La Isleta.
Comenzó
el montaje
de los
ganchos de
sujeción al
pretil de
la azotea.
Una vez
colocado se
dedicó a
colocar las
poleas, los
frenos de
seguridad y
una vez
que concluyó
llamó a
un compañero
por el
transmisor para
ayudarle
suspender la
plataforma por
la fachada
exterior del
edificio.
En
casa de
Sofía. La
abuela miraba
desde la
puerta el
bulto que
formaba su
nieta en
la cama
acurrucada debajo
de las
mantas.
- Arriba Circita, ya es hora de levantarse. Los pájaros ya se caen de los árboles del sol que hace.
Se
escuchó un
murmullo.
- Ahora me levanto abuela.
Dijo
con la
voz tomada
por el
sueño y
se giró.
Metió la
cabeza bajo
la manta
y continuó
durmiendo. Al
ver que
no se
movía Sofía
insistió. Se
acercó a
la cama
y le
dio un
par de
tortas cariñosas
en las
nalgas.
- ¡Arriba, arriba, hay cosas que hacer!
Se
puso sentada
en la
cama, los
ojos le
pesaban, giró
y se
puso en
pie. Caminó
al baño
y se
encerró. Se
escuchó el
repicar del
agua en
la ducha.
Sofía
fue a
la cocina.
De la
nevera sacó
una tartera
que abrió.
Lleno de
moho. Apestaba.
Ladeó la
cabeza y
apartó el
contenedor con
el brazo.
Abrió el
cubo de
la basura
y vació
su contenido.
-
¡Qué raro!
¡Si hice
las habichuelas
ayer! Circita,
¿Te falta
mucho?
- No abuela, ya salgo.
Gritó
desde el
baño.
- ¿Qué te hago para desayunar?
- Leche y gofio.
Calentó
la leche
en un
caldero pequeño
y cuando
estuvo a
punto de
hervir, la
echó en
un bol
de cerámica
blanco. Cuando
llenaba el
tazón la
leche comenzó
a cortarse.
Los grumos
comenzaron a
flotar junto
al suero.
Emanaba otra
vez el
olor a
podrido. Sofía
alarmada gritó
a la
niña.
- Circita, cuando termines de vestirte vete a casa de tu madre. Desayuna allí. ¡Algo raro está pasando!
- ¿El qué abuela?
- ¡No lo se! ¡Vete, rápido! ¡Quédate allí con tu madre que no salgan de casa!
Esteban
entró en
el edificio
del “Marino”
por la
puerta principal.
Ignoró la
cola de
gente que
se formaba
en el
ascensor y
comenzó a
subir las
escaleras.
Despacio. Los
escalones estaban
sucios. De
granito. Hacían
juego con
sus zapatos
marrones y
las perneras
del pantalón.
Esteban se
miraba los
pies. La
suela silbaba
con el
roce del
piso en
algún escalón.
A veces
levantaba la
vista a
las ventanas
cuando llegaba
a cada
uno de
los descansillos
y veía
como el
paisaje del
muelle y
los barcos
mejoraban a
medida que
ganaba en
altura.
En
los primeros
pisos sólo
el paseo
marítimo, la
carretera y
algo de
la Base
Naval. En
los siguientes
ya divisaba
mas cantidad
de océano
y los
techos de
los coches
circulando por
la avenida.
Sofía
apresuró a
Eva
- Lárgate “¡jodía!”, vete con tu madre.
Se
colgó la
mochila al
hombro y
se marchó
escaleras abajo.
Sofía la
observó desde
la puerta
hasta que
giró en
el descansillo
y la
cerró. Cogió
una vela,
fósforos y
fue a
su mesa.
Tenía la
bola de
cristal y
se sentó
frente a
ella. Encendió
la vela
y se
quedó mirándola.
- ¿Qué está ocurriendo?
Murmuraba.
Jorge
esperaba a
su compañero.
Encendió un
cigarrillo y
apoyado en
uno de
los muros
de la
azotea comenzó
a fumarlo.
Inhalaba el
humo de
manera pausada
y lo
exhalaba por
la nariz.
Lo disfrutaba
y aquel
cigarro le
sabía de
un modo
distinto. No
hacía viento
y el
sol calentaba
de manera
plácida. Cerró
los ojos
y comenzó
a disfrutar
del murmullo
matutino de
la ciudad.
Con el
poco olfato
que le
quedaba notó
el olor
a sal
de la
mar. Puso
su cara
en dirección
al sol
y notó
sus párpados
encendidos.
Sentía paz.
Abrió los
ojos. Caminó
unos pasos
y curioseó
el lugar.
Llegando
al séptimo
descansillo
Esteban se
cruzó con
una funcionaria
que bajaba
portando una
carpeta y
numerosos
papeles. Al
verlo se
rozó con
la pared
y se
le cayeron
todos. Formó
un enjambre
de folios
flotando en
vaivén. Esteban
ignoró el
hecho y
continuó
subiendo.
Mientras la
chica quedó
perpleja al
ver que
el hombre
no se
comportaba como
ella esperaba;
un caballero.
Esteban hincaba
sus uñas
en el
pasamanos y
las arrastraba
dejando un
fino y
profundo surco
en la
madera además
de un
agudo chirrido.
Sofía
miró al
techo, cansada
de no
ver nada
a través
de su
bola de
cristal. La
sombra de
su cabeza
que se
proyectaba tras
ella daba
justo en
el centro
del pentágono
dorado. Levantó
la cabeza
para descansar
el cuello
dando un
movimiento de
vaivén para
relajar los
músculos.
Volvió a
concentrar su
mirada en
el cristal
brillante de
la esfera.
Bajo
un techo
de uralita
montado sobre
unas vigas
metálicas
estaban unas
cajas de
cartón que
tenían revistas
de temas
médicos. Jorge
cogió una
y miró
las fotos.
Quedó fascinado.
Un reportaje
sobre
oftalmología en
el que
habían
abundantes
primeros planos
de ojos.
Se aburrió
de verla.
La dejó
en la
misma caja
y caminó
hacia el
andamio. Tomó
el
radiorreceptor.
Volvió a
llamar a
Pedro.
- ¿Subes ya?
Pero
no obtuvo
respuesta y
siguió
deambulando por
el lugar.
Esteban
llegó a
la puerta
de la
azotea. Señaló
el pomo
con el
índice de
la mano
derecha y
sin tocarlo
giró. La
puerta se
abrió lentamente
chirriando las
bisagras y
dejando entrar
la maravillosa
luz del
sol del
oriente. Miró
a Jorge.
Estaba de
espaldas
contemplando el
mar. Entró
en la
azotea levitando
a unos
cinco centímetros
del suelo.
Cuando estuvo
a unos
tres metros
habló:
- Hola zángano. Ya tenía ganas de conocerte. Hoy te voy cortar las alas.
Al
oír la
voz se
giró rápido
y quedó
paralizado por
el miedo.
Lo reconoció
al instante.
- ¿Sabes a qué he venido? Ya iba siendo hora de que saliera algo bien tras tantos años de espera.
Jorge
se llevó
la mano
al pecho
y abrió
la boca.
- ¿Dónde está? ¡Mi piedra!
Esteban
abrió su
boca y
le enseño
la dentadura.
Soltó una
carcajada y
en su
cara se
dibujo una
expresión que
daba a
entender que
las cartas
estaban echadas.
Que no
había
escapatoria
posible. Mostró
sus manos
abiertas y
volvió a
reir. La
presa era
fácil.
Sofía
vio como
el cristal
de su
bola se
tornó negro.
Luego tomó
tonalidades
celestes y
se divisó
algunos edificios
del puerto.
Agarró la
esfera con
ambas manos
y la
levantó del
su pedestal
metálico. La
acercó más
aún a
su cara.
La imagen
se acercó
y divisó
la azotea.
Jorge
corrió a
la derecha.
Esteban señaló
con el
dedo índice
a los
pies. Se
doblaron hacia
atrás y
sus talones
se juntaron
en la
cara posterior
de sus
muslos. Cayó
a plomo
golpeando las
rodillas con
el duro
cemento del
suelo. Quedó
postrado del
dolor. Cuando
Esteban estuvo
cerca le
propinó una
patada a
la altura
del estómago.
Jorge se
dobló y
le cortó
por momentos
la respiración.
Sofía
vio las
espaldas de
un hombre
cuya melena
negra le
colgaba hasta
pasada la
altura de
los omóplatos.
Movió la
bola a
la derecha,
a la
izquierda pero
no conseguía
ver desde
otra perspectiva
el suceso.
Esteban
se agachó
y le
agarró la
oreja izquierda
de manera
que sus
uñas se
clavaron en
la unión
con la
cabeza y
apretando se
la desgarró.
Jorge gritó
de dolor.
Se llevó
la mano
a la
herida. Esteban
se reincorporó
y miró
el trozo
de carne
sanguinolenta que
tenía en
la palma
de su
mano. Se
volvió a
agachar y
le retiró
la mano
de la
herida y
se la
puso nuevamente
en su
lugar. La
piel cicatrizó
en cuestión
de segundos
y volvió
a estar
como si
no hubiera
ocurrido nada.
Sólo quedaron
manchas de
sangre que
se secaron
al momento.
La
abuela maldecía
una y
otra vez.
Con la
manga de
su bata
frotaba la
esfera.
- ¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando? ¿Dónde?
Seguidamente
Esteban le
hundió la
uña en
el ojo
derecho. Volvió
a escucharse
otro grito.
Sacó el
dedo llevándose
el globo
ocular pinchado.
Abrió la
boca y
lo chupó.
En
la bola
apareció un
primer plano
del ojo
pinchado en
la uña.
Como si
lo estuviera
viendo desde
la mirada
de Esteban.
Agarró
la cabeza
de Jorge
para que
no la
agitara y
con los
dedos índice
y pulgar
abrió el
párpado; volvió
a poner
el ojo
en la
cuenca vacía.
Jorge Parpadeó
y la
curación fue
inmediata.
Gritaba, pero
nadie le
oía. Esteban
colocó los
dedos de
la mano
izquierda por
debajo de
los carrillos
en la
unión de
la mandíbula.
Jorge abrió
la boca
por la
presión entre
su quijada.
Esteban metió
los dedos
de la
otra mano
dentro de
la boca
y fue
obligando a
abrir la
boca hasta
que se
escuchó un
“¡clac!”.
Lo cogió
de la
mano y
lo reincorporó
poniéndolo en
pie. Jorge,
con la
mandíbula
desencajada,
estaba convertido
en un
pelele y
se dejaba
hacer cualquier
cosa por
parte de
Esteban. Con
la boca
abierta mirando
cara a
cara a
su asesino.
Le
agarró la
entrepierna.
Clavó sus
uñas y
le arrancó
de un
tirón todo
aquello que
había agarrado.
Jorge cayó
de rodillas
dejando su
cara apoyada
en el
muslo de
Esteban. La
respiración
agitada. No
articulaba
sonido. Esteban
lo agarró
del cabello.
Tiró hacia
arriba para
levantarlo. El
semblante de
jorge estaba
pálido. Sus
ojos abiertos
casi como
para salirse
de sus
órbitas. Volvió
a colocar
la carne
en su
sitio y
todo cicatrizó
en segundos.
Jorge recuperó
la respiración.
Su corazón
volvía a
latir otra
vez a
ritmo normal.
- Dime, ¿Donde encuentro a la bruja madre?
De
la garganta
salió un
gemido.
- Ya, la mandíbula.
Esteban
dijo con
tono sarcástico.
- Ya no tengo tiempo para más tonterías. Es una lástima, porque me place mucho jugar contigo. ¿Sabes? Me encanta este juego. Desgarrar la carne y dejarla en su sitio. No es la primera vez que lo hago. Con tus antepasados fue muy divertido. Es una lástima que no pueda continuar.
Lo
agarró por
su cabello
y lo
arrastró al
borde de
la azotea.
Lo levantó
en el
aire. Lo
sacó fuera
del pretil
y lo
dejó caer.
Sofía
vio nuevamente
la perspectiva
de Esteban.
Vio un
cuerpo que
caía al
vacío y
se hacía
cada vez
más pequeño.
El
cuerpo de
Jorge giró
en la
caída. Cabeza
abajo vio
a toda
velocidad como
el suelo
estaba más
cerca. Se
estrelló
quedando la
cabeza aplastada
contra la
acera. La
espalda doblada
hacia atrás
descansaba sobre
su cabeza.
Las piernas
formando un
puente sobre
todo el
montón de
carne y
ropa. De
las uñas
del brazo
derecho, que
descansaba
horizontalmente
sobre las
baldosas grises;
manaba abundante
sangre. El
húmero izquierdo
estaba partido
y sobresalía
parte del
hueso de
la carne.
La
imagen de
la esfera
comenzó a
enfocar y
a moverse
hasta el
cuerpo haciéndose
más nítido.
Sofía descubrió
quién era.
Dio un
alarido. La
bola se
hizo añicos
por la
presión de
las manos.
Los cristales
se escaparon
de las
manos de
Sofía que
clamaba por
la vida
de jorge:
- ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Nooooo!
Sus
ojos se
llenaron de
lágrimas. Se
levantó y
corrió a
la cocina.
Agarró una
vieja escoba
de palma.
Comenzó a
salir de
las ramas
humo negro
y llenó
la cocina
hasta que
la figura
de Sofía
desapareció en
él. Luego
se disipó
y la
estancia quedó
vacía.
Por
el cielo
celeste de
Las Palmas
cruzó una
nube de
color negro
con forma
de lágrima.
Era tan
rápida que
cruzó desde
el barrio
de San
Cristóbal hasta
el puerto
en menos
de dos
minutos. Llegó
a lo
alto del
edificio se
disipó mostrando
la figura
de la
bruja agarrada
al palo
de su
escoba. Sofía
descendió
lentamente hasta
la azotea
quedando detrás
de Esteban,
a unos
diez metros.
Giró
y señalando
a la
vieja, se
rió. De
todos los
rincones de
la azotea
comenzaron a
salir multitud
de cucarachas
que subieron
por todo
su cuerpo
ocultándolo
creando una
asquerosa montaña
de bichos.
Finalmente
ocultaron la
cara y
se desmoronó.
Ni rastro
del hombre.
Las cucarachas
desaparecieron
corriendo por
el mismo
lugar por
dónde habían
aparecido. La
bruja caminó
hasta los
muros que
marcaban el
límite de
la azotea
y miró
la calle.
Estaba la
figura de
aquel gurruño.
Gritó nuevamente
ahogando la
voz en
un profundo
llanto. Alzó
los brazos
al cielo.
También su
mirar. Su
voz, desgarrada,
clamaba a
los cuatro
vientos. Se
subió al
pretil y
se lanzó
al vacío.
Metros antes
del suelo
frenó su
caída y
llego al
suelo como
si bajara
de un
escalón quedando
a un
metro detrás
de la
gente que
se amontonaba
alrededor del
cadáver. Ninguno
de ellos,
absortos con
el muerto,
dieron cuenta
de la
llegada. Con
la escoba
abrió paso:
- ¡Apartaros! ¡Morbosos! ¡Inútiles! ¡Escoria! ¡Jorge! ¡Mi hijo!
Se
puso al
lado y
se arrodilló.
Los ojos
viajaron del
negro a
los dos
colores que
caracterizaban su
mirada. La
raya de
maquillaje
pintada en
sus ojos
se había
corrido por
las lágrimas.
Tumbó boca
arriba a
Jorge. Abrazó
la cabeza
en su
regazo y
la meció.
La sangre
de Jorge
manchaba las
arrugas y
cicatrices de
los antebrazos
de la
vieja. Un
cincuentón puso
la mano
en el
hombro intentando
consolar a
la anciana.
Esta giró
la cabeza
y la
mordió. La
retiró con
grandes gestos
de dolor
y volvió
sorprendido
caminando hacia
atrás al
grupo. Se
levantó dejando
el cuerpo
a sus
pies. Metió
la mano
en su
bolso y
sacó en
puño un
polvo negro
que se
le resbalaba
de su
mano. Abrió
la palma
y soplando
lo esparció
en círculo,
girándose sobre
si misma,
hacia las
caras de
los transeúntes
agolpados. De
nuevo la
nube negra
cubrió el
centro de
aquel círculo,
brotando de
las ramas
de su
escoba y
Sofía
desapareció con
el cuerpo
de su
hijo. Se
miraron los
unos a
los otros.
Todos con
caras de
circunstancia de
no saber
porqué estaban
allí, formando
una
circunferencia,
se marcharon
cada uno
por su
lado. El
único rastro
que quedó
del incidente
durante unos
momentos fue
un pequeño
charco de
sangre que
se filtró
en la
acera
desapareciendo.
Juani
estaba en
el baño
y recién
duchada peinaba
sus cabellos.
El espejo
se llenó
de vaho.
Y como
si dibujaran
con un
dedo apareció
la cara
de Esteban.
Envuelta en
su albornoz
blanco abrió
los ojos
y miró
la imagen.
Comenzó a
hablar:
- Juani baja a la calle. Trae a tu hija. Conmigo estarán seguras.
El
espejo volvió
a quedar
limpio. Juani
escuchó la
llegada de
Eva y
salió del
baño.
- ¡No te cambies! ¡Nos vamos!
- ¿Dónde mamá? La abuela me dijo que nos quedáramos aquí.
- No podemos, tenemos que irnos.
- ¿Pero...?
- Calla y hazme caso.
La
niña se
quedó de
pie. Esperó
que la
madre se
vistiera y
seguidamente
salieron del
piso.
Juani
oyó el
chirriar de
las ruedas
de un
coche al
aparcar
repentinamente en
la acera.
Se asomó
por la
ventana. Un
Land Cruiser
de color
beige había
estacionado sobre
la acera
y Esteban
apoyado en
el lado
del conductor
le hacía
aspavientos para
que bajara.
Juani volvió
la cabeza
y apresuró
a Eva.
- ¡Vamos, vamos!
- Pero mamá, la abuela me dijo...
Juani
le lanzó
una bofetada
y con
mirada airada
le reprendió:
- ¡Estoy harta! ¡Soy tu madre y haces lo que te digo! ¡Corre para la puerta y me esperas allí. Ya salgo!
Eva
soltó una
lágrima sin
esbozar ninguna
expresión en
su cara.
Caminó a
la puerta
y se
quedó mirando
corretear a
la madre
de aquí
para allá
con los
brazos cruzados.
Pasaron unos
dos minutos.
Apareció con
su libro
bajo la
axila y
dos bolsos
de deportes.
Los dejó
en el
suelo abrió
la puerta
de casa.
Aguijó a
su hija
y salieron
con prisa.
- ¡Baja, baja, corre!
Acuciaba
a la
niña mientras
bajaban las
escaleras.
Salieron
del portal.
El coche
tenía las
puertas abiertas.
Esteban ayudó
a Juani
quitándole los
bolsos. Juani
con las
manos libres
agarró por
el brazo
a su
hija la
forzó a
entrar y
sentarse en
la parte
trasera del
vehículo. Eva
no entendía
nada de
lo que
pasaba y
no podía
hacer otra
cosa que
mirar a
la madre.
Esteban se
sentó en
el puesto
de conducción
y Juani
a su
lado. Le
puso la
mano en
el muslo
del hombre
y lo
miró con
dulzura. Esteban
abrió su
mano abierta
delante del
rostro de
Juani y
sopló en
esa dirección.
Un polvo
negro se
introdujo por
las fosas
nasales de
la mujer.
- ¿Qué pasa mamá? ¿Quién es ese?
Dijo
Eva con
voz nerviosa.
- ¡Calla! Ya te explicaré todo.
- No tengas miedo Eva, no va a pasar nada.
Hablo
Esteban con
voz
tranquilizadora.
El
coche salió
al asfalto
chirriando ruedas
y veloz
recorrió hasta
llegar a
la autovía
dónde aceleró
aún más
para perderse
entre el
tráfico.
- Mira hija, las cosas van a cambiar mucho. Llevo mucho tiempo queriendo hacer esto y no ha podido ser de otro modo. Tu abuela quiere que vayas con ella para siempre y que no estés conmigo y tu padre está de acuerdo.
- Pero… ¿Cómo puede ser eso? ¡Eso no puede ser!
Gritó.
- Mira este es Esteban, nos va a llevar a su casa hasta que aclare ciertas cosas con tu abuela y tu padre. Es un hombre muy bueno. Me hace muy feliz.
- ¿Y papá?
- Papá no me quiere, me lo ha demostrado durante mucho tiempo.
- ¡Noooo!
Eva
intentó abrir
la puerta.
Esteban bloqueó
las puertas
traseras desde
el botón
de la
consola.
- ¡No quiero! ¡Quiero irme con mi padre!
- ¡Calla la boca!
Volvió
a gritar
Juani encarándose
con la
niña. Eva
cerró sus
labios y
miró por
la ventanilla.
Comenzó a
llorar
desconsolada.
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