Capítulo
VIII
En
frente de
unos rosales
que rodeaban
un montículo
de tierra
y rocas.
La nube
en la
que viajaban
descendió hasta
el nivel
del suelo.
Se disipó
apareciendo la
vieja y
el cuerpo.
Con el
mango de
la escoba
hizo paso
entre los
ramales. Atravesó
los arbustos
arrastrando a
su hijo.
Brazo y
cuerpo dejaban
surcos en
el picón.
Levantando polvo.
Llevándose pajas
y briznas
en la
ropa.
El
centro de
la montaña
existía una
entrada cubierta
con una
cortina
espantamoscas
multicolor. Sofía
la pasó.
Un túnel
horadado en
la roca
descendía unos
veinticinco
metros en
pendiente. Como
única
iluminación
además de
la entrada,
un quinqué
a mitad
del pasillo.
La bajada
daba a
una cueva
en la
que una
fogata iluminaba
el accidentado
techo. Sólo
un catre
de tablas
de madera
apartado a
un lado
como único
mobiliario. No
le costó
levantar el
cuerpo y
depositarlo en
la yacija.
Sofía, enjuta
y minúscula
tenía mucha
fuerza. Continuó
caminando y
salió por
otra apertura
que quedaba
delante a
la izquierda
y algo
disimulada por
la oscuridad.
En
la siguiente
caverna, un
hombre
dolicocéfalo y
jorobado de
pequeña estatura
que cubría
su cráneo
con un
gorro de
lana verde
y rojo.
Ojos zardos
y rostro
hosco. Era
patizambo y
pies descalzos.
Los brazos,
hasta las
rodillas. Arrugando el
rostro mostró
su sonrisa
al ver
a Sofía.
Arqueó sus
cejas blancas.
Abrió sus
ojos de
par en
par con
emoción y
asombro. Habló
a la
vieja con
voz serena:
- ¡Cuántos años sin verte! Me alegra ver que sigues en pie. ¿Qué te trae por aquí, bruja?
- ¡Ay, Bartolomé! ¡Las desgracias! ¡Las desgracias! Son esas las que me traen siempre a verte. Hola querido amigo. Veo que sigues tan feo como siempre.
- Pero sabes que mi fealdad es de las sinceras. No de las que a veces están en un cuerpo bonito, en un traje, en un uniforme o en una sotana.
Y
sonrió.
Sofía
se sentó
en un
taburete de
tres patas
que estaba
en el
centro. Su
escoba apoyada
en el
regazo. Agachó
la cabeza
y sollozó.
Levantó la
mano e
indicó con
el dedo
la dirección
de la
espelunca dónde
había dejado
a Jorge.
Bartolomé
cambió el
semblante. Serio
caminó con
su incómodo
bamboleo en
la dirección
indicada y
abandonó la
estancia. La
vieja se
quedó sola.
Hipaba. Notó
el olor
de las
yerbas que
ponían en
el interior
de los
cadáveres y
eso la
entristeció aún
más. Levantó
la mirada.
La mesa
que estaba
a su
izquierda habían
varios cuchillos
de diferentes
formas, ovillos
de cuerda
de esparto,
agujas de
hueso y,
amontonados a
un lado
de la
mesa, pieles
de cabra.
En el
otro lado
sacos de
sal puestos
uno encima
de otro.
En otra
pared una
vitrina en
la que
se podían
ver vasos,
tazas, cubiertos
todos de
madera y
una jarra
de barro
cocido.
Bartolomé
volvió lleno
de lágrimas.
Se puso
a la
derecha de
Sofía. Le
puso la
mano en
el hombro
y luego
la abrazó.
Comenzó a
sollozar. Los
gemidos de
los dos
viejos se
escucharon en
la cueva.
Así estuvieron
durante unos
diez minutos
y el
enano se
separó de
la vieja.
Caminó a
la mesa
agarró varios
cuchillos y
marchó otra
vez a
la cueva
del finado.
Allí le
despojó de
las ropas
dejando a
la vista
un gran
hematoma que
cubría parte
del abdomen.
Hendió con
un gran
cuchillo, muy
afilado, la
barriga de
izquierda a
derecha y
metió las
manos sacando
intestinos,
estómago e
hígado. El
mondongo lo
fue arrojando
a un
cuenco grande
de madera.
Si alguna
tripa se
le resistía
cogía un
cuchillo más
pequeño y
cortaba hasta
sacarla entera.
La sangre
iba encharcando
el suelo,
a goterones.
Por un
pequeño desagüe
en el
centro de
la cueva
moría aquel
río rojo.
Bartolomé
finalizó de
destriparlo y
lo degolló.
Sacó todo
lo que
había dentro:
tráquea,
laringe. Metió
un poco
más su
mano pequeña.
Arrancó por
la garganta
la lengua
dando cortes
con un
escalpelo.
Trepanó el
cráneo con
una barrena
y extrajo
el cerebro
a trozos
mediante una
cuchara. La
fetidez de
los despojos
era insoportable.
Se puso
un pañuelo
en la
cara a
modo de
máscara bañado
en agua
de eucalipto.
Tardó varias
horas en
vaciarlo y
una vez
finalizado quedó
toda la
piel pegada
a los
huesos. Trajo
sacos de
tela pequeños
y los
metió dentro
de Jorge
volviendo a
darle volumen.
Con sus
manos fue
dando forma
a los
sacos para
que tuvieran
el aspecto
del interior
de piernas,
brazos, garganta,
barriga y
pecho.
Finalmente lo
cubrió con
pieles secas
de cabra.
Se quitó
el delantal
de cuero
colgado al
cuello. Cogió
una jarra
y volcando
el agua
que contenía
se lavó
los brazos.
Una vez
limpio retornó
junto a
Sofía. En todo el tiempo Sofía no movió ni el acento de su nombre. Mantenía
la misma
posición
cabizbaja en
la banqueta.
- Sofía, está preparado. En unas semanas, cuando seque, lo podremos llevar a la cueva de tus antepasados.
- Gracias Bartolomé, quédate y hazme compañía. – Dijo entre gimoteos.
Bartolomé
se levantó
y sacó
de la
vitrina dos
vasos que
llenó con
vino de
la jarra
y le
dio uno
a Sofía.
- Es abocado, te reconfortará. ¿Cómo está tu nieta?
- Bien, algo flaca pero creciendo fuerte. Aún no sabe lo de su padre. La mandé con la madre hasta mi vuelta.
Sofía
bebió vino
y continuó.
- Siento volverte a ver por esto. Siempre es por algo malo y para pedirte favores. Te tenía que haber visitado antes. Te tengo muy abandonado Bartolomé.
- No importa, Sofía. Aunque los años pasen, sabes que siempre me tendrás contigo para lo que sea.
- Recuerdo nuestro primer encuentro como si fuera ayer. Tú tenías unos diez años y yo ya andaba por los dieciséis. Jugabas en la plaza, antes de la desgracia. Aquel balón de trapo, la camisa blanca, pantalón corto azul y tus alpargatas de suela de esparto. Aquellas rodillas sucias y con algún desgarro. Para nosotros fueron tiempos felices. Lanzaste el balón y vino a caer a mi lado. Yo iba al mercado. Me seguiste por todo sitios mirándome todo el rato a hurtadillas entre los puestos.
- Estabas muy guapa.
- Siempre cargabas con mis bolsas y me acompañabas hasta mi casa. Mi primer hechizo fue un encargo tuyo. Luna llena en Melenara. Sangre de una gallina negra y unos rezos. Con eso bastó para terminar con aquel sacerdote.
Le
guiñó el
ojo y
Sofía esbozó
una tierna
sonrisa.
- Oye Sofía ¿Qué ha pasado? ¿Porqué te fuiste a la capital?
- Después de que Juani tuviera a la niña, la tradición dice que tendríamos que habérsela quitado y haber desaparecido. Pero mi hijo se enamoró de Juani y quiso quedarse con ella. Me lo pidió y se lo concedí. ¡Tonta de mi! Siempre mimé demasiado a Jorge. Hechicé a Juani para que mantenerla enamorada de él. Siempre quiso tener una familia como las que salían en las series de televisión. ¡Qué moderno! ¡Simplón! Por eso me mudé a la ciudad, para tener a mi hijo cerca, cuidar de mi nieta hasta que tuviera la edad de comenzar su aprendizaje. “El Jerezano” nos ha estado buscando y no sé cómo, encontró a mi hijo. Lo tiró desde “La Casa del Marino”. No sabía que este capricho de tener su familia le iba a costar la vida.
Volvió
a llorar.
- Tranquila Sofía.
La
serenó
acariciándole la
espalda.
- Pero ¿Cómo lo encontró?
- No lo sé. Tenía la intuición que “El Jerezano” estaba cerca y por eso le puse un amuleto al cuello que lo protegía. Impedía que se le acercara.
- Cuando lo estaba vaciando no vi nada en el cuello.
- ¿Cómo? ¡Quiero verle!
- Ahora no deberías. Está bastante deformado por los sacos de sal. Será muy desagradable.
- ¡Da igual! Tengo que verle.
La
vieja se
levantó y
caminó a
la cripta
mortuoria. Movió
la piel
de cabra
y descubrió
su rostro
hasta el
cuello. Tenía
dos monedas
encima de
las cuencas
vacías en
sus ojos.
Sacó de
su bolsa
de hilo
su puñal
y Sofía
rajó en
el antebrazo.
Del pequeño
corte salió
una gota
de sangre
y acercando
su brazo
restregó la
frente de
Jorge dejando
un punto
rojo entre
sus ojos.
Volvió a
taparlo.
- ¡Juani!
Sin
mirar a
Bartolomé que
la observaba
desde el
pasillo continuó
hablando.
- Mi poder sobre ella... Desde hace un tiempo, Juani no obedece mis deseos y he tenido que volver a realizar el ritual para obtener nuevamente su voluntad. Pero ahora lo entiendo, “El Jerezano” ha conseguido manejarla. Y estoy segura que fue ella quien le ha quitado el colgante a mi hijo. ¡Eva!
Gritó
nuevamente y
se levantó.
- Adiós Bartolomé, gracias por preparar a mi hijo para su viaje. Debo irme, tengo que proteger a Eva.
Cogió
nuevamente el
puñal y
astilló el
palo de
su escoba
como si
fuera a
sacarle punta.
Sacó un
trozo de
una cuarta.
- Bartolomé, guarda esa astilla en un cajón. Te servirá para encontrarme. Dentro de poco necesitaré tu ayuda.
La
vieja caminó
fuera de
la cueva.
Ya en
el exterior
miró a
las ramas
de la
escoba, los
ojos se
habían puesto
negros, y
comenzó a
brotar nuevamente
el humo.
Desapareció.
El
viaje del
todoterreno
continuó durante
unas horas
hasta llegar
a una
solitaria
carretera perdida
en Arguineguín.
Cogió una
curva a
dos ruedas
y se
desvió por
un camino
de tierra
que terminó
a la
entrada de
una verja
de hierro
negro. Esteban
apretó un
botón en
el mando
de su
llavero y
se abrió
chirriando. El
vehículo entró
y se
cerró la
cancela.
Se
divisó una
gran mansión
con el
tejado a
dos aguas.
Con las
paredes
exteriores
recubiertas de
piedra de
cantería. Un
gran portón
central pintado
de rojo
con tachones
negros y
cuatro ventanales
con vidrieras
de colores.
A la
derecha un
torreón circular
con almenas
y una
cúpula de
tejas coloradas.
Cubriendo
la puerta
principal de
la mansión,
sobresalía un
tejado que
era soportado
por columnas
que daban sombra al porche
y cuyos
capiteles estaban
adornados con
símbolos
geométricos.
Aquella
construcción
estaba amurallada
y rodeada
por un
bosque tupido
de eucaliptos,
palmeras y
cipreses.
Entre
la casa
y separado
por un
patio de
piedra, un
corral con
grupo de
cabras. Entre
ellas un
macho negro
de pelo
brillante y
cabeza altiva
con dos
cuernos largos.
Delante
del porche,
en el
picón que
rodeaba todo,
un gran
reloj de
sol blanco
con los
números romanos
pintados en
dorado.
Estacionaron
entre el
reloj y
el porche.
Bajaron los
dos adultos.
Juani abrió
la puerta
trasera para
que bajara
Eva. Un
grupo de
unos quince
perros presa
canario los
rodeó y
se quedaron
quietos formando
un círculo
alrededor del
Land Cruiser.
Sus bocas
abiertas jadeaban
enseñando
asquerosas babas
que colgaban
de sus
belfos.
- Entra. Aquí estarás bien.
Dijo
Esteban que
agarró los
bolsos y
fue a
la entrada
seguido de
las dos
mujeres.
Los
perros abrieron
el círculo
y los
siguieron
quedándose en
la entrada.
Unos se
echaron en
el suelo
y otros
aposentaron su
culo en
el porche.
Aguardaron
a que
abriera el
portón. Entraron
al inmenso
recibidor de
suelos de
baldosas de
mármol a
modo de
escaques de ajedrez. Una
gran escalera
central permitía
el acceso
a la
planta superior.
Los pasamanos
terminaban en
cabezas de
león talladas
en la
madera. En
los laterales
varias puertas
que daban
a distintas
estancias del
caserón. Varias
armaduras
medievales con
alabardas,
escudos y
espadas adornaban
la sala y en
las paredes
trofeos de
caza traídos
de los cinco continentes.
Cabezas de
cebra, ñus, osos, leones y gacelas.
En las
ventanas cortinas
de color
rubí. El
techo de
la entrada
era una
vidriera que
dejaba entrar
la luz
filtrada por
sus diferentes
colores. En
el centro
y colgada
de una
viga una
gran lámpara
en forma
de cono
invertido y
de lágrimas
de vidrio.
Ante la
gran escalera
y grabado
en el
suelo un
triángulo
dividido en
partes iguales
formando otros
seis dentro.
- Mete a tu hija en esa habitación.
Señaló
Esteban hacia
la puerta
a la
izquierda de
la escalera.
- Mamá, no me dejes sola.
- Haz lo que te dicen, entra en la habitación.
Dijo
Juani con
severidad.
- ¡No quiero!
La
agarró de
los cabellos
y la
arrastró hasta
la puerta.
Giró el
pomo y
abrió la
puerta. Empujó
a Eva
y la
tiró dentro
de la
habitación.
Sollozaba. Dentro
sólo una
cama junto
a la
mesilla de
noche con
una vieja
lámpara con
la bombilla
desnuda. La
niña se
levantó y
fue corriendo
hacia la
puerta pero
la madre
la cerró
de un
portazo. Esteban
esbozó una
sonrisa sádica.
Y señaló
la puerta
continua.
- Tú te quedarás ahí, Juani. Entra y descansa. Allí dentro de la habitación tienes baño. Relájate. Comeremos dentro de poco. Vendré a buscarlas.
Obedeció,
entró en
la habitación
y cerró
la puerta.
Esteban dejó
los bolsos
al pie
de la
escalera y
comenzó a
subir lentamente.
Llegó a
la planta
superior, giró
a la
derecha y
caminó por
el pasillo.
Sus pasos
con el
eco eran
solemnes.
Llegó
hasta la
puerta del
fondo y
la abrió.
Daba al
interior del
torreón. Tenía
una escalera de caracol
que llegaban
a la
cúspide. Una
vez finalizado
su ascenso
entró dentro
de la
habitación
circular de
la bóveda.
No tenía
ventanas. Estaba
decorada con
un antiguo
escudo de
armas tallado
en madera
con un
dragón y
un castillo
rodeados de
cipreses y
un drago.
Cirios encendidos
al rededor
de la
habitación
formando un
círculo. Un
pentágono
dibujado en
el suelo.
Los vértices
de la
figura estaban
unidos formando
una estrella
y había
caracteres
cuneiformes
dentro de
cada uno
de los
triángulos.
Esteban se
colocó en
el centro
de la
figura y
alzó los
brazos. La
llama de
las velas
aumentó su
longitud llegando
casi hasta
el techo.
Se iluminó
la bóveda.
Estaba pintada
de color
beige y
tenía palabras
en latín
escritas con
sangre. Esteban
sonrió
nuevamente y
comenzó a
hablar:
- ¡Guayota! ya queda menos para que seas libre. Ya tienes a la madre y a la hija. Sólo falta la vieja y será tuya en breve.
La
tierra comenzó
a temblar.
Un ruido
ensordecedor
terminó con
el silencio
sepulcral del
lugar. Algunas
piedras pequeñas
se soltaron
del techo
y cayeron
por el
suelo. Los
cirios temblaron.
Vibró toda
la casa
por unos
momentos. Se
abrió una
grieta en
el suelo
formando un
gran agujero.
- Gracias amo por mostrarte. ¡Te veo fuerte y pletórico! ¡Ya falta menos, amo!
Surgió
del agujero
un Cristo
vuelto de
cabeza. Se
elevó y
quedo su
cara a
la misma
altura que
la de
Esteban. El
taparrabos caía
por la
acción de
la gravedad y dejaba ver el sexo de
Jesús. Tenía
la boca
abierta y le caían babas que se mezclaban con la suciedad de su barba.
Mostraba una
sonrisa inocente
como la
de un
niño y
comenzó a
hablar.
- Bésame Pedro, besa a tu Jesús.
Esteban
miró
sorprendido.
- ¿Te gusta cómo me muestro? ¿A quién vas a besar? ¿A tu amo? ¿A Cristo? ¿A un hombre? Todavía te quedan algo de escrúpulos Pedro De Vera. Tantos años sirviéndome y todavía te da reparos verme. Crees que tienes un atisbo de salvación. No lo pienses. Eres el mejor de mis lacayos. Sabes que te colmaré de riquezas cuando me libere. Sigue con el plan y prepara el ritual.
- Beso a mi amo. Guayota.
Esteban
acercó su
boca a
la del
crucificado y
le metió
la lengua
en su
boca. Jesús
bajó la
mano derecha
dejando algún
trozos de
carne en
el clavo
y se
la puso
suavemente en
la nuca.
Juntos sus
labios
absorbieron la
saliva uno
del otro.
De la
herida de
la lanza
en el
abdomen de
Cristo brotó
un líquido
viscoso de
color negro
que bajó
por su
cuerpo y
llegando a
las caras
de ambos
finalizando en
goterones y que
fueron a
parar al
suelo formando
un charco.
Esteban cerró
los ojos
sintiendo que
el beso
de su
amo le
daba fuerzas.
Guayota orinó
bañando la
cara de
Esteban. Concluyó
la micción
y separó
la cabeza.
Volvió a
su posición
de crucificado inverso y colocando la
mano en
el madero.
Con los
ojos en
blanco siguió
hablando:
- Con este beso te doy aliento y fuerzas para que captures a la vieja. No la mates, que sufra viendo cómo arde su nieta. Átala con esta cuerda.
Un
gran rollo
de maroma
apareció a
un lado
de la
habitación.
- No podrá moverse y de la niña sólo quiero algo de su sangre. Aquí tienes el puñal con el que debes realizar los cortes.
Un
puñal con
la empuñadura
en forma
de cola
escorpión fue
lo siguiente
en aparecer
apoyado en
la cuerda.
- Una vez que tengas la sangre de la niña, quémala y mata a la vieja. Podremos comenzar el rito de mi liberación.
- ¿Qué hago con la madre?
Preguntó
Esteban.
- ¿La controlas?
- Sí, a mi merced. Bajo los efectos de la Pasiflora.
- ¡Da igual! Lo que quieras. Disfrútala como hembra y luego acaba con ella. No tiene valor para mi.
- Gracias amo. Así lo haré.
Esteban
salió de
la estrella
pentagonal y
toda la
estancia volvió
a estar
como estaba.
Recogió la
cuerda y
el puñal.
Se fue
nuevamente por
el pasillo
hasta el
otro lado.
Abrió la
puerta contraria
y entró
en una
capilla. Al
fondo había
un altar
de mármol
con cadenas
enganchadas
mediante tuercas
y terminadas
en grilletes.
Coronaba la
estancia una
gran cruz
invertida colgada
mediante hilo
metálico. Las
tres vidrieras
dibujaban escenas
bíblicas cuyo
protagonista era
Satanás: La
serpiente junto
a Adán
y Eva.
Hablándole al
oído a
Caín. Haciendo
dudar a
Cristo en
su cruz.
De cada
ventana colgaba
una cortina
negra y el
piso era de
mármol, negro
y verde.
De las
paredes, cadenas
enganchadas,
terminadas en
grilletes. Dejó
el puñal
y las
cuerdas sobre
el altar.
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