9
A
la mañana
siguiente sonaba
un hacha
cadenciosa contra
la madera.
De Vera
iba quebrando
los troncos
de madera
hasta
convertirlos en
tarugos.
Consideraba que
era una
buena base
para ponerla
alrededor del
tronco y
reía cada
vez que
desmenuzaba uno.
Al
lado del
cuarto de
aperos en
la trasera
de la
mansión las
haces de
ramas secas
estaban apoyadas
en un
lateral. Cuando
le pareció
suficiente el
menudo que
había cortado,
dejó de
trabajar.
Caminó
en dirección
al bosque.
Arrastraba una
viga con
una cuerda
atada hasta
ponerla en
frente de
la fachada
de la
mansión, delante
del reloj
de sol.
En el
suelo de
picón había
cavado un
hoyo. Levantó
el tronco
y lo
metió. La
viga quedó
en posición
vertical. Con
el azadón
tapó el
espacio vacío.
Empujando la
madera probó
su estabilidad
y comprobó
que resistía
los movimientos.
Caminó unos
veinte pasos
frente a
la viga
y clavó
en el
suelo otro
madero más
pequeño y
terminado en
un gancho
metálico que
sobresalía unos
cincuenta
centímetros del
suelo.
Volvió
a la
casa. Caminó
hasta la
habitación dónde
se encontraba
Juani y
tocó a
la puerta.
Juani dormía
todavía
acurrucada.
- Necesito que laves a tu hija, esta noche haremos el ritual. Puedes bañarla arriba, tienes todo lo necesario, avísame cuando hayas terminado que subiré a pintarle las marcas.
Juani
se levantó
y cumplió
las órdenes.
Fue a
la habitación
y la
sacó de
la cama
agarrándola por
el cabello.
- Mamá, ¿Qué pasa? ¿Porqué? ¡Noooo, Mamaaaá! ¡Ay, duele! ¡Suéltame!
La
arrastró por
el piso
mientras gritaba.
La niña
consiguió
ponerse en
pie.
La llevó
agachada y
torpemente seguía
el decidido
caminar de
la madre.
Subieron las
escaleras y
entraron en
el baño.
Allí la
arrojó en
el suelo
y forcejeando,
la desvistió.
Se resitía.
Pataleaba.
Agarraba las
ropas de
la madre.
Una
vez que
terminó de
desnudarla,
volvió a
cogerla por
el pelo
y la
metió en
la bañera.
Gritó nuevamente
pidiendo ayuda.
La madre
le dio
una bofetada
y la
resistencia de
la niña
finalizó. El
pelo le
cubría el
rostro. Quedó
en pie
y en
silencio. Mirando
el suelo
de la
bañera. Cogió
la ducha
y comenzó
a mojarla.
El agua,
fría. Comenzó
a temblar.
Juani
dejó el
grifo abierto.
Se levantó
y cogió
un bote
de jabón,
una esponja.
En el
descuido, la
niña saltó
de la
bañera. Puso
el talón
en el
suelo y
resbaló en
la primera
baldosa pero
consiguió de
nuevo el
equilibrio y
comenzó a
correr casi
patinando hacia
la salida.
Juani fue
girando la
cabeza al
mismo tiempo
que la
niña hacía
la carrera
de huída.
Cruzó
la puerta
y comenzó
a descender
corriendo por
la escalera.
Cuando estaba
a mitad.
Esteban apareció
y comenzó
a subir
hacia ella.
Eva frenó
y la
inercia hizo
el resto.
Un nuevo
resbalón y
su culo
fue a
dar contra
el frío
escalón y
bajó otros
tres a
modo de
tobogán. Sin
hacer caso
del dolor
causado en
sus costillas
nuevamente se
reincorporó y
huyó escaleras
arriba dejando
atrás el
subir lento
de Esteban.
Juani
la esperaba
al final
de la
escalera. La
niña intentó
esquivarla
agachándose pero
su madre,
más rápida,
le dio
un nuevo
golpe en
la espalda.
La niña
dolorida cayó
al suelo.
Puso los
pies de
manera que
pudiera tomar
un nuevo
impulso para
apartarse de
la madre
pero la
humedad de
su cuerpo
se lo
impidió. Volvió
a resbalar.
Allí quedó
rendida. Agitada. Volvió a
agarrarla por
el pelo.
Eva volvió
a sentir
el dolor
en su
cabeza y
gritó al
ser nuevamente
arrastrada al
baño. Esteban
miró a
Juani.
- Que no vuelva a escapar. Átala si hace falta, y que no pase más.
Esteban
volvió a
descender los
pocos escalones
que había
avanzado y
bajo las
escaleras agarró
un espejo,
cuadrado de
la altura
y anchura
del hombre.
Lo dejó
al inicio
de la
escalera apoyado
en un
pie de
madera. En
él se
reflejaba la
entrada de
la casa.
Hizo un
gesto con
los brazos
y el
espejo se
hizo traslúcido
mostrando
nuevamente la
escalinata. El
hombre lo
rodeó y
comenzó a
subir. Recogió
de un
baúl situado
en una
de las
habitaciones del
piso superior
unos
carboncillos. La
cerradura del
baño volvió
a sonar
y Juani
asomó la
cabeza:
- ¡Está limpia!
Esteban
entró en
el baño
y tomó
a la
niña por
la mano
y la
llevó a
la capilla
seguidos por
la madre.
Eva gritaba
sin parar.
Allí la
subió al
altar y
la empujó
hasta dejarla
tendida. Le
agarró los
pies y
las manos
con los
grilletes y
al verse
de todo
impotente comenzó
llorar. La
madre contemplaba
la escena
desde la
entrada quieta
como una
estatua de
mármol.
- ¡Suéltame, Hijo de puta! ¡Déjame!
Gritó
Eva.
Con
el carboncillo
intentó dibujar
algo en
la frente
pero la
niña movía
la cabeza
sin parar.
Puso el
codo en
el esternón
de Eva,
con la
otra mano
agarró la
cabeza. Con
el peso
la inmovilizó.
La niña
tenía
dificultades para
respirar. Pintó
un pentágono
en la
frente. Le
agarró el
cuello y
siguió
dibujando. Una
cruz invertida
desde mitad
del pecho
hasta el
ombligo. Dos
triángulos
equiláteros a
mitad del
muslo. En
las palmas
de las
manos simuló
hendiduras, lo
mismo en
los empeines.
Luego abrió
las manos
en forma
de cruz
y oró:
-
¡Señor de
las tiniebas!
¡Señor de
la rebeldía!
¡Guayota, mi
amo! Para
que puedas
renacer de
las cenizas
en tu
templo Echeyde,
te entrego
la sangre
de esta
virgen para
que vuelvas
con nosotros.
Y en
tu retorno
a la
tierra nos
cubras de
riquezas y
poder.
Firme
cogió el
puñal. Se
acercó a
la niña
y le
pinchó en
el muslo.
Gritó de
dolor. Gota
a gota
la sangre
manó hasta
formar un
riachuelo que
terminaba en
cascada cayendo
a un
cáliz depositado
en el
suelo a
los pies
del altar.
Cuando obtuvo
la mitad
del volumen
de la
copa, tapó
la herida
con un
trapo blanco
y presionó
durante unos
momentos hasta
que la
herida terminó
coagulando. De
Vera agarró
el cáliz
e introdujo
el dedo
índice en
el líquido
y se
hizo una
cruz en
la frente.
En el
mismo instante,
el macho
cabrío negro
cruzó la
estancia hasta
llegar al
tabernáculo. Los
ojos eran
rojos como
los de
una rata.
Su dentadura
blanca inmaculada
resaltaba de su pelaje.
Se hicieron
una reverencia.
Esteban agachó
la cabeza
al mismo
tiempo que
el ser.
Bajó el
copón hasta
la altura
del morro.
El cabrón
bebió. Su
boca quedó
manchada.
Exhalando algo
parecido al
vapor de
sus fosas
nasales miró
al hombre
y se
fue por
dónde había
venido. Esteban
caminó hasta
un sagrario
que abrió
con parsimonia.
Dejó el
cáliz dentro
y lo
cubrió con
un conopeo
de seda
negra. Cerró
con llave
y gritó
con alegría
mirando a
Juani y
abriendo los
ojos de
par en
par.
- ¡Guayota¡ ¡Has bebido la sangre! ¡Ya tienes cuerpo! ¡Ya estás aquí!
Una
hora después
Sofía aterrizó
en el
centro del
terreno. A
su izquierda
la viga
rodeada de
leña preparada
para arder.
A la
derecha el
gancho enterrado
en el
suelo. Los
perros saltaron
del porche
a toda
velocidad
gruñendo. A
por la
vieja. El
primero que
llegó saltó
hacia el
cuello. La
bruja lo
golpeó con
la escoba
lanzándolo
varios metros
a su
derecha. El
segundo embate
fue de
tres a
un tiempo.
Golpeó con
el mango
de la
escoba el
picón y
surgieron del
suelo estacas
insertando entre
aullidos de
dolor a
los canes.
Caminó entre
los cuerpos.
Un cuarto
y un
quinto perro
rodearon
lentamente a
dos metros
de distancia
mirando fijamente
sin atreverse
a lanzar
el ataque.
Sofía los
miró fijamente
con los
ojos ennegrecidos
y comenzaron
a gemir.
Uno se
sentó y
otro se
echó en
el suelo
en completa
sumisión.
Subió
al porche
y entró
a la
mansión por
el portón
que estaba
entreabierto y
mirando la
escalinata, en
lo alto
Eva que
todavía sin
ropa y
atada a
la baranda
gritó al
ver a
la abuela.
- ¡Abuelita, ayuda!
Sofía
se apresuró
y comenzó
a correr
pero frente
a ella,
a los
pies de
la escalera,
apareció la
figura de
Esteban. Su
atuendo era
del siglo
XVI. Mallas
negras, coraza,
morrión con
pluma azul
y de
su cintura
colgaba una
espada ropera.
En su
hombro, listo
para disparar,
la culata
de un
arcabuz apoyado
en su
horquilla y
apuntando
directamente a
la vieja.
Al verlo,
se frenó
e intentó
dar la
vuelta para
huir. El
disparo sonó
como un
trueno en
la estancia.
Atravesó el
hombro de
Sofía por
su espalda
y rompió
el espejo
en múltiples
fragmentos que
se esparcieron
hacia los
escalones. La
bala quedó
incrustada en
el tercer
escalón. El
reflejo de
la figura
del arcabucero
desapareció con
la rotura
del espejo.
La bruja
cayó al
suelo y
de rodillas
giró la
cabeza para
mirar a
su espalda.
El humo
blanco de
la explosión se fue
disipando.
Pedro
de Vera
la miraba
todavía
apuntándola con
el cañón
su arma
descargada. Dio
una carcajada
y dejó
caer el
arcabuz. Caminó
hacia ella.
Sofía
introdujo sus
dedos en
la herida
y se
manchó la
frente del
mismo modo
que hizo
con su
hijo. Esteban
le propinó
una patada
en la
cabeza tirándola
de espaldas
y quedo
sin sentido
boca arriba
y con
la marca
de la
bota en
la mejilla.
Eva
gritaba
desesperada.
- ¡Abuelita! ¡La has matado, cabrón!
Juani
miraba la
escena desde
la parte
de arriba,
callada, con
los ojos
perdidos y
con una
leve sonrisa
en sus
labios.
- ¡Pronto serás libre Juani! ¡Pronto!
Gritó
Esteban mientras
arrastraba a
Sofía hasta
la habitación
dónde estuvo
presa su
nieta. La
ató y
la encerró.
Subió por
las escaleras,
cogió a
Eva y
al hombro,
como si
fuera un
saco; la
llevó al
mismo cuarto.
La niña,
miró a
su abuela.
- ¡Abuelita! Despierta. ¡Abuelita!
Cerró
con llave
la habitación
y allí
quedaron una
frente a
la otra.
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