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El
acceso a
la guarida
de Sofía
era agreste.
Había que
sortear un
serpenteante, descendente y estrecho camino cuyo
suelo era
muy resbaladizo.
Un peligroso
pedregal, en
el que
era común
las tibias
rotas y
esguinces de
los caminantes
que se atrevían a ir por aquellos pintorescos lugares.
El sendero lleno
de tupidas
tuneras,
lagartijas asustadas que corrían a esconderse en alguna grieta,
canarios revoloteando, arbustos y aloes
espigados.
El resto de
cuevas del risco, usadas antiguamente
como corrales para las bestias, las habían convertido en viviendas.
Al principio sin agua corriente
ni luz eléctrica. Pero poco a poco llegó la modernidad a los
barrancos. En la ladera dónde estaba la cueva de Sofía, la luz pasó
de largo.
La
fachada
construida con trozos de bloque
y cemento,
estaba encalada
y pintada
de blanco.
La puerta era de
hierro y
las ventanas protegidas con rejas.
Las manchas
de óxido,
parecían
pústulas,
afloraban en
la pintura
verde del
forjado. El
muro de
piedras redondas
y argamasa
en derredor
de la
cueva, contenían
los
desprendimientos
de tierra
del barranco
y daban
protección a
incontables
lagartos que,
salían corriendo
a esconderse,
después de
sus baños de sol.
Le
daba sombra
una palmera
que había
crecido junto
a la
entrada, lugar
favorito de
Sofía para
hacer sus
labores: Pelar
las verduras
para el
potaje, tejer
con pita,
pelar almendras
y observar
como algún
cernícalo
flotando en
el aire
ávido de
algún pichón
despistado que
entraría a
formar parte
del almuerzo.
Era
casi mediodía.
Sentada en
un bloque
de construcción,
tejía con
tiras y
ya iba
tomando forma
el cesto.
Con parsimonia
los entrelazaba.
Así podía
estar toda
la mañana.
Pensativa,
laboriosa y
silenciosa. La
sombra producida
por las
ramas que
tenía a
su espalda
le oscurecía
el rostro
dejando ver
iluminada sólo
la barbilla.
Vestía su
vieja bata
negra con
pequeñas malvas.
En sus
pies dos
viejas zapatillas
de deporte
de tela,
en la
derecha, un
gran agujero
en la
punta por
dónde asomaba
el dedo
gordo.
Una
manguera de
goma conectada
a un
grifo que
salía de
un lateral
de la
casa, cruzaba
todo el
lugar. En
el otro
extremo de
la manguera,
Bartolomé regaba
las garrafas
plásticas
cortadas llenas
de tierra,
a modo
de macetas,
en las
que había
plantados
geranios y
otras flores.
Más allá
en aquella
franja de
tierra tenían
papas, lechuga
y pimientos.
Se
abrió la
puerta chirriando
las bisagras.
Y salió
estirándose Eva.
- Buenos días, ya se despertó la gandula de mi nieta.
- Buenos días.
Refunfuñó
la niña
y sentándose
con las
piernas cruzadas
a modo
indio al
lado de
su abuela.
- ¿Ya desayunaste?
- Sí abuela.
Se
quedaron en
silencio durante
un buen
rato y
Eva miró
en dirección
a Bartolomé.
- Abuela Llevamos mucho tiempo escondidas aquí. ¿Cuándo volveremos a Las Palmas?
- Todavía te queda cosas por aprender y la más importante, perder el miedo al dolor.
Respondió
Sofía. Eva
miró al
atareado
Bartolomé yendo
y viniendo
en sus
quehaceres por
el risco.
- Nunca me hablaste de Bartolomé. Trabaja aquí y todo eso pero ¿Quién es?
Sofía
dejó el
cesto en
el suelo
y miró
a su
nieta. Se
levantó y
la cogió
de la
mano e
hizo que
la acompañara
dentro de
la casa.
- ¿Quieres café? Síentate es largo de contar...
- Nunca me has dicho de tomar café.
- Bueno, si ya haces algún hechizo que otro, un poco de café no te va a hacer mal.
- Mi madre no me dejaba tomarlo.
- Tu madre... Olvídate de tu madre. Ella nada más que fue una necesidad.
- Lo se abuela. Pero me acuerdo de ella.
- Eso pasará. Tus sentimientos cambiarán. Cada vez que seas más consciente de lo que somos olvidarás lo que significa una madre para las brujas.
Eva
se sentó
en el
taburete y
apoyó los
codos en
la mesa
sujetándose la
cara observando
a su
abuela preparar
la cafetera.
- Circita, es cierto que no quería contarte nada de él porque te va a desvelar ciertas cosas de mi desagradables. Cosas que me vi obligada a hacer. Tienes la edad suficiente para entender que nosotras estamos por encima del bien y del mal. Somos distinas al resto de mujeres. Tarde o temprano tenías que saber est. En los años sesenta. ¡Qué jóvenes éramos!
Se
le escapó una sonrisita a la vieja y continuó hablando.
-
Bartolomé era
alto y
guapo, no
como ahora.
En aquel
tiempo trabajaba
en una
carpintería de
Telde. Yo lo
conocía desde
que éramos
niños. Me
hizo trabajos
en esta
cueva.
Señaló
la alhacena.
-
Siempre que
nos veíamos
nos contábamos
nuestras penas.
Cuando tuvo unos veintiún
años, conoció a
la hija
de un
terrateniente
venezolano que,
después de
hacer fortuna
volvía otra vez a Gran
Canaria. Primero
llegaron su hija
y su
mujer. Bartolomé
se enamoró
perdidamente de
esa chica,
Gloria, más
bien tendrían
que haberla
llamado Infierno.
La
vieja prendió la cocina de gas y se sentó al lado de su nieta, y
continuó.
- Gloria lo único que quería era jugar con él. Lo toreaba y lo hacía sufrir. Le hacía promesas que en un futuro se casaría con él pero tenía que esperar por el padre. La madre vio todo el juego de distinta manera, pensando que su hija estaba también locamente enamorada de Bartolomé. Y como siempre, estas madres piensan que un pobre obrero no es digno de su princesa. Quiso quitárselo de encima. Habló con Bartolomé pero se mantuvo firme, estaba locamente enamorado de aquella chica.
Sofía
suspiró y
miró a
su nieta.
La cafetera
bufó y
el aroma
a café
recién hecho
las invadió.
Sofía se
levantó, apagó
el fuego
y buscó
unas tazas.
- Sigue abuela.
Dijo
la niña
ávida de
saber cómo
continuaba la
historia.
- Doña María, así se llamaba la señora, mediante una de las criadas que tenía a su servicio supo de mi. Y esta se prestó a pedirme un conjuro para solucionarlo. La sirvienta me visitó y me contó el problema sin decirme quienes eran. Que a la hija de una amiga la rondaba un hombre. Que era pura inocencia. Que aquel sólo quería deshonrarla. Que ya había violado alguna que otra jovencita. Me lo describió como un animal sediento de niñas. Por aquel entonces era inexperta y confié en aquella alcahueta. No pregunté nada y pensé que aquel animal debía recibir un castigo. Preparé un brebaje y se lo di. Invitaron a Bartolomé a cenar en casa de su querida Gloria, y después regresó a su casa con la promesa de que cuando llegara el padre se casarían. Él no supo lo que había pasado. A la mañana siguiente se despertó así como lo ves ahora. Corrió a pedir ayuda a Gloria, y presente la madre, esta se burlaron juntas de él. Las dos reían una satisfecha de lo bien que había salido la jugada y la joven de las deformidades. En Telde todos los vecinos se horrorizaban al verlo. Los críos le tiraban piedras. Comenzó a salir sólo de noche. Semanas más tarde apareció por aquí, llorando sin saber que hacer. Inmediatamente comprendí todo y lo idiota que yo había sido. Sin pensarlo esa noche fui a la casa Gloria. No usé ningún tipo de conjuro. Esto no se trataba de magia. Lo hice igual que una persona, sin mis poderes. Entré con sigilo a la cocina y allí estaba la sirvienta. La estrangulé. Intentó gritar y sonaba como el cacareo de un pollo hasta que se ahogó. Agarré una sartén y pillé por detrás a María en camisón. La golpeé en la cabeza y la arrastré a la cama donde la até. Luego busqué a la hija, estaba durmiendo, la llevé a la alcoba y la amarré junto a su madre. A la madre y a la hija les saqué los ojos con una cuchara. El ojo derecho de la madre, luego el derecho de la hija, para que se vieran, luego a la madre el izquierdo y por último el izquierdo de la hija. Luego las solté. Las vi arrastrarse. Incendié la casa con ellas dentro. Y regresé a mi cueva satisfecha, pero me quedaba una cosa por hacer. Fue lo más duro. Contarle a Bartolomé que yo fui quién le deformé. Lloró amargamente, en un principio me pidió que acabara con su vida. Luego la ira se apoderó de él. Me dijo que estando así, qué mujer querría estar con el engendro en que se había convertido. Expié mi culpa y le dije que yo lo sería. Lo hice mi hombre y me quedé con él. Durante años, le hice compañía. Le di todo el amor que una mujer como yo, sin alma, puede dar. Después de unos años, me perdonó y se marchó a vivir lejos. Pero lo que nunca supo es que me había dejado embarazada de tu padre, él es tu abuelo, Eva.Me hacía falta su ayuda por eso contacté con él. Ahora, creo que después de todos estos años, se merece una alegría. Me gustaría que seas tú quién le des la alegría de decirle que tú eres su nieta.
- ¿Cómo pudiste hacer eso? Las asesinaste. Mi abuelo.
- Hay cosas que no me enorgullezco. La venganza es el camino por el cual las brujas nos quedamos sin alma.
- Eres un monstruo y ¿mi madre?
- Hay cosas que no se pueden cambiar. Circita. Soy tu abuela y tu mentora...
- No quiero escucharte... Quiero irme de aquí.
Dijo
Eva y
se levantó
perpleja. Miró
aterrada a
su abuela
y salió
al patio
cabizbaja. La
abuela la
siguió
hablándole.
- Circita, tienes que comprender que nosotras no somos como los demás. Nuestra casta se rige por un destino que hemos de cumplir por eso te estoy enseñando nuestras artes. El día de mañana... ¡Circita! ¡Escúchame, ven!
La
dejó con
la palabra
en la
boca y
se alejó
corriendo hasta
llegar al
lugar donde
estaba Bartolomé.
Se detuvo
delante del
hombre y
lo miró.
Bartolomé
levantó la
vista y
miró a
la chica.
- ¿Qué desea su alteza?
Eva
se quedó
en silencio
durante unos
momentos. Sofía
llegaba a
su lado.
- ¿Eres mi abuelo?
Bartolomé
miró extrañado
a Sofía
y esta
cerrando los
ojos movió
la cabeza
asintiendo. Le
salió una
lágrima que
corrió por
su mejilla.
Nieta y
abuelo se
abrazaron. Sofía
miró el
horizonte
apartando la
vista del
viejo y
su nieta
y disimuló
sus sollozos
dándose palmadas
en las
caderas como
si de
un pingüino
se tratara.
- Bueno ya está bien de ñoñerías. Cada uno a hacer lo que tengamos que hacer.
Se
quedaron
abrazados sin
hacerle caso
a la
vieja que
viendo la
situación dio
media vuelta
y se
marchó de
nuevo a
la casa
pero antes
de entrar
gritó a
Eva.
- Eva, No tardes. Tengo que enseñarte algo muy importante. Nuestros Secretos.
Sofía,
dentro de la casa apoyó la frente en los azulejos de la cocina.
Pensó que era la última cosa que le quedaba para intentar revivir
un alma que ya ni existía. Cerró los ojos y comenzó a llorar en
silencio.
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