sábado, 5 de octubre de 2013

La Casta. 9

9

A la mañana siguiente sonaba un hacha cadenciosa contra la madera. De Vera iba quebrando los troncos de madera hasta convertirlos en tarugos. Consideraba que era una buena base para ponerla alrededor del tronco y reía cada vez que desmenuzaba uno.

Al lado del cuarto de aperos en la trasera de la mansión las haces de ramas secas estaban apoyadas en un lateral. Cuando le pareció suficiente el menudo que había cortado, dejó de trabajar.

Caminó en dirección al bosque. Arrastraba una viga con una cuerda atada hasta ponerla en frente de la fachada de la mansión, delante del reloj de sol. En el suelo de picón había cavado un hoyo. Levantó el tronco y lo metió. La viga quedó en posición vertical. Con el azadón tapó el espacio vacío. Empujando la madera probó su estabilidad y comprobó que resistía los movimientos. Caminó unos veinte pasos frente a la viga y clavó en el suelo otro madero más pequeño y terminado en un gancho metálico que sobresalía unos cincuenta centímetros del suelo.

Volvió a la casa. Caminó hasta la habitación dónde se encontraba Juani y tocó a la puerta. Juani dormía todavía acurrucada.
  • Necesito que laves a tu hija, esta noche haremos el ritual. Puedes bañarla arriba, tienes todo lo necesario, avísame cuando hayas terminado que subiré a pintarle las marcas.

Juani se levantó y cumplió las órdenes. Fue a la habitación y la sacó de la cama agarrándola por el cabello.

  • Mamá, ¿Qué pasa? ¿Porqué? ¡Noooo, Mamaaaá! ¡Ay, duele! ¡Suéltame!

La arrastró por el piso mientras gritaba. La niña consiguió ponerse en pie. La llevó agachada y torpemente seguía el decidido caminar de la madre. Subieron las escaleras y entraron en el baño. Allí la arrojó en el suelo y forcejeando, la desvistió. Se resitía. Pataleaba. Agarraba las ropas de la madre.

Una vez que terminó de desnudarla, volvió a cogerla por el pelo y la metió en la bañera. Gritó nuevamente pidiendo ayuda. La madre le dio una bofetada y la resistencia de la niña finalizó. El pelo le cubría el rostro. Quedó en pie y en silencio. Mirando el suelo de la bañera. Cogió la ducha y comenzó a mojarla. El agua, fría. Comenzó a temblar.

Juani dejó el grifo abierto. Se levantó y cogió un bote de jabón, una esponja. En el descuido, la niña saltó de la bañera. Puso el talón en el suelo y resbaló en la primera baldosa pero consiguió de nuevo el equilibrio y comenzó a correr casi patinando hacia la salida. Juani fue girando la cabeza al mismo tiempo que la niña hacía la carrera de huída.

Cruzó la puerta y comenzó a descender corriendo por la escalera. Cuando estaba a mitad. Esteban apareció y comenzó a subir hacia ella. Eva frenó y la inercia hizo el resto. Un nuevo resbalón y su culo fue a dar contra el frío escalón y bajó otros tres a modo de tobogán. Sin hacer caso del dolor causado en sus costillas nuevamente se reincorporó y huyó escaleras arriba dejando atrás el subir lento de Esteban.

Juani la esperaba al final de la escalera. La niña intentó esquivarla agachándose pero su madre, más rápida, le dio un nuevo golpe en la espalda. La niña dolorida cayó al suelo. Puso los pies de manera que pudiera tomar un nuevo impulso para apartarse de la madre pero la humedad de su cuerpo se lo impidió. Volvió a resbalar. Allí quedó rendida. Agitada. Volvió a agarrarla por el pelo. Eva volvió a sentir el dolor en su cabeza y gritó al ser nuevamente arrastrada al baño. Esteban miró a Juani.

  • Que no vuelva a escapar. Átala si hace falta, y que no pase más.

Esteban volvió a descender los pocos escalones que había avanzado y bajo las escaleras agarró un espejo, cuadrado de la altura y anchura del hombre. Lo dejó al inicio de la escalera apoyado en un pie de madera. En él se reflejaba la entrada de la casa. Hizo un gesto con los brazos y el espejo se hizo traslúcido mostrando nuevamente la escalinata. El hombre lo rodeó y comenzó a subir. Recogió de un baúl situado en una de las habitaciones del piso superior unos carboncillos. La cerradura del baño volvió a sonar y Juani asomó la cabeza:

  • ¡Está limpia!

Esteban entró en el baño y tomó a la niña por la mano y la llevó a la capilla seguidos por la madre. Eva gritaba sin parar. Allí la subió al altar y la empujó hasta dejarla tendida. Le agarró los pies y las manos con los grilletes y al verse de todo impotente comenzó llorar. La madre contemplaba la escena desde la entrada quieta como una estatua de mármol.

  • ¡Suéltame, Hijo de puta! ¡Déjame!

Gritó Eva.

Con el carboncillo intentó dibujar algo en la frente pero la niña movía la cabeza sin parar. Puso el codo en el esternón de Eva, con la otra mano agarró la cabeza. Con el peso la inmovilizó. La niña tenía dificultades para respirar. Pintó un pentágono en la frente. Le agarró el cuello y siguió dibujando. Una cruz invertida desde mitad del pecho hasta el ombligo. Dos triángulos equiláteros a mitad del muslo. En las palmas de las manos simuló hendiduras, lo mismo en los empeines. Luego abrió las manos en forma de cruz y oró:

- ¡Señor de las tiniebas! ¡Señor de la rebeldía! ¡Guayota, mi amo! Para que puedas renacer de las cenizas en tu templo Echeyde, te entrego la sangre de esta virgen para que vuelvas con nosotros. Y en tu retorno a la tierra nos cubras de riquezas y poder.


Firme cogió el puñal. Se acercó a la niña y le pinchó en el muslo. Gritó de dolor. Gota a gota la sangre manó hasta formar un riachuelo que terminaba en cascada cayendo a un cáliz depositado en el suelo a los pies del altar. Cuando obtuvo la mitad del volumen de la copa, tapó la herida con un trapo blanco y presionó durante unos momentos hasta que la herida terminó coagulando. De Vera agarró el cáliz e introdujo el dedo índice en el líquido y se hizo una cruz en la frente. En el mismo instante, el macho cabrío negro cruzó la estancia hasta llegar al tabernáculo. Los ojos eran rojos como los de una rata. Su dentadura blanca inmaculada resaltaba de su pelaje. Se hicieron una reverencia. Esteban agachó la cabeza al mismo tiempo que el ser. Bajó el copón hasta la altura del morro. El cabrón bebió. Su boca quedó manchada. Exhalando algo parecido al vapor de sus fosas nasales miró al hombre y se fue por dónde había venido. Esteban caminó hasta un sagrario que abrió con parsimonia. Dejó el cáliz dentro y lo cubrió con un conopeo de seda negra. Cerró con llave y gritó con alegría mirando a Juani y abriendo los ojos de par en par.

  • ¡Guayota¡ ¡Has bebido la sangre! ¡Ya tienes cuerpo! ¡Ya estás aquí!

Una hora después Sofía aterrizó en el centro del terreno. A su izquierda la viga rodeada de leña preparada para arder. A la derecha el gancho enterrado en el suelo. Los perros saltaron del porche a toda velocidad gruñendo. A por la vieja. El primero que llegó saltó hacia el cuello. La bruja lo golpeó con la escoba lanzándolo varios metros a su derecha. El segundo embate fue de tres a un tiempo. Golpeó con el mango de la escoba el picón y surgieron del suelo estacas insertando entre aullidos de dolor a los canes. Caminó entre los cuerpos. Un cuarto y un quinto perro rodearon lentamente a dos metros de distancia mirando fijamente sin atreverse a lanzar el ataque. Sofía los miró fijamente con los ojos ennegrecidos y comenzaron a gemir. Uno se sentó y otro se echó en el suelo en completa sumisión.

Subió al porche y entró a la mansión por el portón que estaba entreabierto y mirando la escalinata, en lo alto Eva que todavía sin ropa y atada a la baranda gritó al ver a la abuela.

  • ¡Abuelita, ayuda!

Sofía se apresuró y comenzó a correr pero frente a ella, a los pies de la escalera, apareció la figura de Esteban. Su atuendo era del siglo XVI. Mallas negras, coraza, morrión con pluma azul y de su cintura colgaba una espada ropera. En su hombro, listo para disparar, la culata de un arcabuz apoyado en su horquilla y apuntando directamente a la vieja. Al verlo, se frenó e intentó dar la vuelta para huir. El disparo sonó como un trueno en la estancia. Atravesó el hombro de Sofía por su espalda y rompió el espejo en múltiples fragmentos que se esparcieron hacia los escalones. La bala quedó incrustada en el tercer escalón. El reflejo de la figura del arcabucero desapareció con la rotura del espejo. La bruja cayó al suelo y de rodillas giró la cabeza para mirar a su espalda. El humo blanco de la explosión se fue disipando.

Pedro de Vera la miraba todavía apuntándola con el cañón su arma descargada. Dio una carcajada y dejó caer el arcabuz. Caminó hacia ella.

Sofía introdujo sus dedos en la herida y se manchó la frente del mismo modo que hizo con su hijo. Esteban le propinó una patada en la cabeza tirándola de espaldas y quedo sin sentido boca arriba y con la marca de la bota en la mejilla.

Eva gritaba desesperada.

  • ¡Abuelita! ¡La has matado, cabrón!

Juani miraba la escena desde la parte de arriba, callada, con los ojos perdidos y con una leve sonrisa en sus labios.

  • ¡Pronto serás libre Juani! ¡Pronto!

Gritó Esteban mientras arrastraba a Sofía hasta la habitación dónde estuvo presa su nieta. La ató y la encerró. Subió por las escaleras, cogió a Eva y al hombro, como si fuera un saco; la llevó al mismo cuarto. La niña, miró a su abuela.

  • ¡Abuelita! Despierta. ¡Abuelita!
Cerró con llave la habitación y allí quedaron una frente a la otra.



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