sábado, 28 de septiembre de 2013

La Casta. 8

Capítulo VIII

En frente de unos rosales que rodeaban un montículo de tierra y rocas. La nube en la que viajaban descendió hasta el nivel del suelo. Se disipó apareciendo la vieja y el cuerpo. Con el mango de la escoba hizo paso entre los ramales. Atravesó los arbustos arrastrando a su hijo. Brazo y cuerpo dejaban surcos en el picón. Levantando polvo. Llevándose pajas y briznas en la ropa.

El centro de la montaña existía una entrada cubierta con una cortina espantamoscas multicolor. Sofía la pasó. Un túnel horadado en la roca descendía unos veinticinco metros en pendiente. Como única iluminación además de la entrada, un quinqué a mitad del pasillo. La bajada daba a una cueva en la que una fogata iluminaba el accidentado techo. Sólo un catre de tablas de madera apartado a un lado como único mobiliario. No le costó levantar el cuerpo y depositarlo en la yacija. Sofía, enjuta y minúscula tenía mucha fuerza. Continuó caminando y salió por otra apertura que quedaba delante a la izquierda y algo disimulada por la oscuridad.

En la siguiente caverna, un hombre dolicocéfalo y jorobado de pequeña estatura que cubría su cráneo con un gorro de lana verde y rojo. Ojos zardos y rostro hosco. Era patizambo y pies descalzos. Los brazos, hasta las rodillas. Arrugando el rostro mostró su sonrisa al ver a Sofía. Arqueó sus cejas blancas. Abrió sus ojos de par en par con emoción y asombro. Habló a la vieja con voz serena:

    • ¡Cuántos años sin verte! Me alegra ver que sigues en pie. ¿Qué te trae por aquí, bruja?
    • ¡Ay, Bartolomé! ¡Las desgracias! ¡Las desgracias! Son esas las que me traen siempre a verte. Hola querido amigo. Veo que sigues tan feo como siempre.
    • Pero sabes que mi fealdad es de las sinceras. No de las que a veces están en un cuerpo bonito, en un traje, en un uniforme o en una sotana.

Y sonrió.

Sofía se sentó en un taburete de tres patas que estaba en el centro. Su escoba apoyada en el regazo. Agachó la cabeza y sollozó. Levantó la mano e indicó con el dedo la dirección de la espelunca dónde había dejado a Jorge.

Bartolomé cambió el semblante. Serio caminó con su incómodo bamboleo en la dirección indicada y abandonó la estancia. La vieja se quedó sola. Hipaba. Notó el olor de las yerbas que ponían en el interior de los cadáveres y eso la entristeció aún más. Levantó la mirada. La mesa que estaba a su izquierda habían varios cuchillos de diferentes formas, ovillos de cuerda de esparto, agujas de hueso y, amontonados a un lado de la mesa, pieles de cabra. En el otro lado sacos de sal puestos uno encima de otro. En otra pared una vitrina en la que se podían ver vasos, tazas, cubiertos todos de madera y una jarra de barro cocido.

Bartolomé volvió lleno de lágrimas. Se puso a la derecha de Sofía. Le puso la mano en el hombro y luego la abrazó. Comenzó a sollozar. Los gemidos de los dos viejos se escucharon en la cueva. Así estuvieron durante unos diez minutos y el enano se separó de la vieja. Caminó a la mesa agarró varios cuchillos y marchó otra vez a la cueva del finado. Allí le despojó de las ropas dejando a la vista un gran hematoma que cubría parte del abdomen. Hendió con un gran cuchillo, muy afilado, la barriga de izquierda a derecha y metió las manos sacando intestinos, estómago e hígado. El mondongo lo fue arrojando a un cuenco grande de madera. Si alguna tripa se le resistía cogía un cuchillo más pequeño y cortaba hasta sacarla entera. La sangre iba encharcando el suelo, a goterones. Por un pequeño desagüe en el centro de la cueva moría aquel río rojo.

Bartolomé finalizó de destriparlo y lo degolló. Sacó todo lo que había dentro: tráquea, laringe. Metió un poco más su mano pequeña. Arrancó por la garganta la lengua dando cortes con un escalpelo. Trepanó el cráneo con una barrena y extrajo el cerebro a trozos mediante una cuchara. La fetidez de los despojos era insoportable. Se puso un pañuelo en la cara a modo de máscara bañado en agua de eucalipto. Tardó varias horas en vaciarlo y una vez finalizado quedó toda la piel pegada a los huesos. Trajo sacos de tela pequeños y los metió dentro de Jorge volviendo a darle volumen. Con sus manos fue dando forma a los sacos para que tuvieran el aspecto del interior de piernas, brazos, garganta, barriga y pecho. Finalmente lo cubrió con pieles secas de cabra. Se quitó el delantal de cuero colgado al cuello. Cogió una jarra y volcando el agua que contenía se lavó los brazos. Una vez limpio retornó junto a Sofía. En todo el tiempo Sofía no movió ni el acento de su nombre. Mantenía la misma posición cabizbaja en la banqueta.

    • Sofía, está preparado. En unas semanas, cuando seque, lo podremos llevar a la cueva de tus antepasados.
    • Gracias Bartolomé, quédate y hazme compañía.Dijo entre gimoteos.

Bartolomé se levantó y sacó de la vitrina dos vasos que llenó con vino de la jarra y le dio uno a Sofía.

    • Es abocado, te reconfortará. ¿Cómo está tu nieta?
    • Bien, algo flaca pero creciendo fuerte. Aún no sabe lo de su padre. La mandé con la madre hasta mi vuelta.

Sofía bebió vino y continuó.

    • Siento volverte a ver por esto. Siempre es por algo malo y para pedirte favores. Te tenía que haber visitado antes. Te tengo muy abandonado Bartolomé.
    • No importa, Sofía. Aunque los años pasen, sabes que siempre me tendrás contigo para lo que sea.
    • Recuerdo nuestro primer encuentro como si fuera ayer. tenías unos diez años y yo ya andaba por los dieciséis. Jugabas en la plaza, antes de la desgracia. Aquel balón de trapo, la camisa blanca, pantalón corto azul y tus alpargatas de suela de esparto. Aquellas rodillas sucias y con algún desgarro. Para nosotros fueron tiempos felices. Lanzaste el balón y vino a caer a mi lado. Yo iba al mercado. Me seguiste por todo sitios mirándome todo el rato a hurtadillas entre los puestos.
    • Estabas muy guapa.
    • Siempre cargabas con mis bolsas y me acompañabas hasta mi casa. Mi primer hechizo fue un encargo tuyo. Luna llena en Melenara. Sangre de una gallina negra y unos rezos. Con eso bastó para terminar con aquel sacerdote.

Le guiñó el ojo y Sofía esbozó una tierna sonrisa.

    • Oye Sofía ¿Qué ha pasado? ¿Porqué te fuiste a la capital?
    • Después de que Juani tuviera a la niña, la tradición dice que tendríamos que habérsela quitado y haber desaparecido. Pero mi hijo se enamoró de Juani y quiso quedarse con ella. Me lo pidió y se lo concedí. ¡Tonta de mi! Siempre mimé demasiado a Jorge. Hechicé a Juani para que mantenerla enamorada de él. Siempre quiso tener una familia como las que salían en las series de televisión. ¡Qué moderno! ¡Simplón! Por eso me mudé a la ciudad, para tener a mi hijo cerca, cuidar de mi nieta hasta que tuviera la edad de comenzar su aprendizaje.El Jerezanonos ha estado buscando y no cómo, encontró a mi hijo. Lo tiró desdeLa Casa del Marino. No sabía que este capricho de tener su familia le iba a costar la vida.

Volvió a llorar.

    • Tranquila Sofía.

La serenó acariciándole la espalda.

    • Pero ¿Cómo lo encontró?
    • No lo sé. Tenía la intuición queEl Jerezanoestaba cerca y por eso le puse un amuleto al cuello que lo protegía. Impedía que se le acercara.
    • Cuando lo estaba vaciando no vi nada en el cuello.
    • ¿Cómo? ¡Quiero verle!
    • Ahora no deberías. Está bastante deformado por los sacos de sal. Será muy desagradable.
    • ¡Da igual! Tengo que verle.

La vieja se levantó y caminó a la cripta mortuoria. Movió la piel de cabra y descubrió su rostro hasta el cuello. Tenía dos monedas encima de las cuencas vacías en sus ojos. Sacó de su bolsa de hilo su puñal y Sofía rajó en el antebrazo. Del pequeño corte salió una gota de sangre y acercando su brazo restregó la frente de Jorge dejando un punto rojo entre sus ojos. Volvió a taparlo.
    • ¡Juani!

Sin mirar a Bartolomé que la observaba desde el pasillo continuó hablando.
  • Mi poder sobre ella... Desde hace un tiempo, Juani no obedece mis deseos y he tenido que volver a realizar el ritual para obtener nuevamente su voluntad. Pero ahora lo entiendo,El Jerezanoha conseguido manejarla. Y estoy segura que fue ella quien le ha quitado el colgante a mi hijo. ¡Eva!

Gritó nuevamente y se levantó.

  • Adiós Bartolomé, gracias por preparar a mi hijo para su viaje. Debo irme, tengo que proteger a Eva.

Cogió nuevamente el puñal y astilló el palo de su escoba como si fuera a sacarle punta. Sacó un trozo de una cuarta.
  • Bartolomé, guarda esa astilla en un cajón. Te servirá para encontrarme. Dentro de poco necesitaré tu ayuda.

La vieja caminó fuera de la cueva. Ya en el exterior miró a las ramas de la escoba, los ojos se habían puesto negros, y comenzó a brotar nuevamente el humo. Desapareció.

El viaje del todoterreno continuó durante unas horas hasta llegar a una solitaria carretera perdida en Arguineguín. Cogió una curva a dos ruedas y se desvió por un camino de tierra que terminó a la entrada de una verja de hierro negro. Esteban apretó un botón en el mando de su llavero y se abrió chirriando. El vehículo entró y se cerró la cancela.

Se divisó una gran mansión con el tejado a dos aguas. Con las paredes exteriores recubiertas de piedra de cantería. Un gran portón central pintado de rojo con tachones negros y cuatro ventanales con vidrieras de colores. A la derecha un torreón circular con almenas y una cúpula de tejas coloradas.

Cubriendo la puerta principal de la mansión, sobresalía un tejado que era soportado por columnas que daban sombra al porche y cuyos capiteles estaban adornados con símbolos geométricos. Aquella construcción estaba amurallada y rodeada por un bosque tupido de eucaliptos, palmeras y cipreses.

Entre la casa y separado por un patio de piedra, un corral con grupo de cabras. Entre ellas un macho negro de pelo brillante y cabeza altiva con dos cuernos largos.

Delante del porche, en el picón que rodeaba todo, un gran reloj de sol blanco con los números romanos pintados en dorado.

Estacionaron entre el reloj y el porche. Bajaron los dos adultos. Juani abrió la puerta trasera para que bajara Eva. Un grupo de unos quince perros presa canario los rodeó y se quedaron quietos formando un círculo alrededor del Land Cruiser. Sus bocas abiertas jadeaban enseñando asquerosas babas que colgaban de sus belfos.

  • Entra. Aquí estarás bien.

Dijo Esteban que agarró los bolsos y fue a la entrada seguido de las dos mujeres.

Los perros abrieron el círculo y los siguieron quedándose en la entrada. Unos se echaron en el suelo y otros aposentaron su culo en el porche.

Aguardaron a que abriera el portón. Entraron al inmenso recibidor de suelos de baldosas de mármol a modo de escaques de ajedrez. Una gran escalera central permitía el acceso a la planta superior. Los pasamanos terminaban en cabezas de león talladas en la madera. En los laterales varias puertas que daban a distintas estancias del caserón. Varias armaduras medievales con alabardas, escudos y espadas adornaban la sala y en las paredes trofeos de caza traídos de los cinco continentes. Cabezas de cebra, ñus, osos, leones y gacelas. En las ventanas cortinas de color rubí. El techo de la entrada era una vidriera que dejaba entrar la luz filtrada por sus diferentes colores. En el centro y colgada de una viga una gran lámpara en forma de cono invertido y de lágrimas de vidrio. Ante la gran escalera y grabado en el suelo un triángulo dividido en partes iguales formando otros seis dentro.

  • Mete a tu hija en esa habitación.

Señaló Esteban hacia la puerta a la izquierda de la escalera.

  • Mamá, no me dejes sola.
  • Haz lo que te dicen, entra en la habitación.

Dijo Juani con severidad.

  • ¡No quiero!

La agarró de los cabellos y la arrastró hasta la puerta. Giró el pomo y abrió la puerta. Empujó a Eva y la tiró dentro de la habitación. Sollozaba. Dentro sólo una cama junto a la mesilla de noche con una vieja lámpara con la bombilla desnuda. La niña se levantó y fue corriendo hacia la puerta pero la madre la cerró de un portazo. Esteban esbozó una sonrisa sádica. Y señaló la puerta continua.
  • te quedarás ahí, Juani. Entra y descansa. Allí dentro de la habitación tienes baño. Relájate. Comeremos dentro de poco. Vendré a buscarlas.

Obedeció, entró en la habitación y cerró la puerta. Esteban dejó los bolsos al pie de la escalera y comenzó a subir lentamente. Llegó a la planta superior, giró a la derecha y caminó por el pasillo. Sus pasos con el eco eran solemnes. 

Llegó hasta la puerta del fondo y la abrió. Daba al interior del torreón. Tenía una escalera de caracol que llegaban a la cúspide. Una vez finalizado su ascenso entró dentro de la habitación circular de la bóveda. No tenía ventanas. Estaba decorada con un antiguo escudo de armas tallado en madera con un dragón y un castillo rodeados de cipreses y un drago. Cirios encendidos al rededor de la habitación formando un círculo. Un pentágono dibujado en el suelo. Los vértices de la figura estaban unidos formando una estrella y había caracteres cuneiformes dentro de cada uno de los triángulos. Esteban se colocó en el centro de la figura y alzó los brazos. La llama de las velas aumentó su longitud llegando casi hasta el techo. Se iluminó la bóveda. Estaba pintada de color beige y tenía palabras en latín escritas con sangre. Esteban sonrió nuevamente y comenzó a hablar:
  • ¡Guayota! ya queda menos para que seas libre. Ya tienes a la madre y a la hija. Sólo falta la vieja y será tuya en breve.

La tierra comenzó a temblar. Un ruido ensordecedor terminó con el silencio sepulcral del lugar. Algunas piedras pequeñas se soltaron del techo y cayeron por el suelo. Los cirios temblaron. Vibró toda la casa por unos momentos. Se abrió una grieta en el suelo formando un gran agujero.

  • Gracias amo por mostrarte. ¡Te veo fuerte y pletórico! ¡Ya falta menos, amo!

Surgió del agujero un Cristo vuelto de cabeza. Se elevó y quedo su cara a la misma altura que la de Esteban. El taparrabos caía por la acción de la gravedad y dejaba ver el sexo de Jesús. Tenía la boca abierta y le caían babas que se mezclaban con la suciedad de su barba. Mostraba una sonrisa inocente como la de un niño y comenzó a hablar.

  • Bésame Pedro, besa a tu Jesús.

Esteban miró sorprendido.
  • ¿Te gusta cómo me muestro? ¿A quién vas a besar? ¿A tu amo? ¿A Cristo? ¿A un hombre? Todavía te quedan algo de escrúpulos Pedro De Vera. Tantos años sirviéndome y todavía te da reparos verme. Crees que tienes un atisbo de salvación. No lo pienses. Eres el mejor de mis lacayos. Sabes que te colmaré de riquezas cuando me libere. Sigue con el plan y prepara el ritual.
  • Beso a mi amo. Guayota.

Esteban acercó su boca a la del crucificado y le metió la lengua en su boca. Jesús bajó la mano derecha dejando algún trozos de carne en el clavo y se la puso suavemente en la nuca. Juntos sus labios absorbieron la saliva uno del otro. De la herida de la lanza en el abdomen de Cristo brotó un líquido viscoso de color negro que bajó por su cuerpo y llegando a las caras de ambos finalizando en goterones y que fueron a parar al suelo formando un charco. Esteban cerró los ojos sintiendo que el beso de su amo le daba fuerzas. Guayota orinó bañando la cara de Esteban. Concluyó la micción y separó la cabeza. Volvió a su posición de crucificado inverso y colocando la mano en el madero. Con los ojos en blanco siguió hablando:

  • Con este beso te doy aliento y fuerzas para que captures a la vieja. No la mates, que sufra viendo cómo arde su nieta. Átala con esta cuerda.

Un gran rollo de maroma apareció a un lado de la habitación.
  • No podrá moverse y de la niña sólo quiero algo de su sangre. Aquí tienes el puñal con el que debes realizar los cortes.

Un puñal con la empuñadura en forma de cola escorpión fue lo siguiente en aparecer apoyado en la cuerda.

  • Una vez que tengas la sangre de la niña, quémala y mata a la vieja. Podremos comenzar el rito de mi liberación.
  • ¿Qué hago con la madre?

Preguntó Esteban.

  • ¿La controlas?
  • Sí, a mi merced. Bajo los efectos de la Pasiflora.
  • ¡Da igual! Lo que quieras. Disfrútala como hembra y luego acaba con ella. No tiene valor para mi.
  • Gracias amo. Así lo haré.


 Esteban salió de la estrella pentagonal y toda la estancia volvió a estar como estaba. Recogió la cuerda y el puñal. Se fue nuevamente por el pasillo hasta el otro lado. Abrió la puerta contraria y entró en una capilla. Al fondo había un altar de mármol con cadenas enganchadas mediante tuercas y terminadas en grilletes. Coronaba la estancia una gran cruz invertida colgada mediante hilo metálico. Las tres vidrieras dibujaban escenas bíblicas cuyo protagonista era Satanás: La serpiente junto a Adán y Eva. Hablándole al oído a Caín. Haciendo dudar a Cristo en su cruz. De cada ventana colgaba una cortina negra y el piso era de mármol, negro y verde. De las paredes, cadenas enganchadas, terminadas en grilletes. Dejó el puñal y las cuerdas sobre el altar.

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