lunes, 12 de agosto de 2013

El día en que me fusilaron, pero mal.

A Gila.

En mi país hacen todo a lo grande, pero mal. Aeropuertos monumentales en los que sólo aterrizan directores de cine. Aviones gigantes que no despegan porque pesan demasiado. Carreteras comarcales de cuatro carriles en las que sólo transita el tractor del primo del alcalde. Becas para “científicos” que investigan si el agua tiene recuerdos. Elementos con los que se pueda obtener oro. Inventamos un método de hacer movimiento continuo que no funcionaba. Estatuas que no las entiende nadie y que los expertos dicen que son arte. Pabellones de deportes para pueblos de menos trescientos habitantes y con capacidad para diez mil personas. Somos muy patrioteros, eso sí. Pero nos quedaremos en casa si el vecino nos pide ayuda porque se ha roto algo comunitario.

Rodeada por las casas del consistorio estaba la gran plaza presidida por la monumental iglesia del siglo XVIII. Sólo dos callejones daban acceso. La entrada norte y la entrada sur. Por allí accedían para ir a la otra gran plaza, la del mercado. El único lugar de reunión, comercio y ocio del lugar.

Salí por la portezuela verde, como si fuera un cabestro entre agresivos toros. A la derecha del callejón norte que pertenecía al patio del acuartelamiento de infantería. Las baldosas blancas, rojas y azules colocadas con cemento de la peor calidad estaban levantadas y recorrer los ciento y pico metros que separaban la casa de la pared de la iglesia, era un cambio de dirección constante y de aleatorios brincos. El sol me deslumbró. El paredón daba al este.

Uno de los astados, un tipo uniformado de chaqueta azul y boina roja. El otro astado aunque creo que también cabestro, un cura gordo con gafas redondas que llevaba en sus manos un misal, un rosario y bonete. Iba rezando tras de mí. ¡Qué pesadez! En mis últimos minutos tener que aguantar semejante coñazo de padrenuestros, avemarías y “perdónanostodosnuestrospecados”; amén. Y el tercer toro, un militar que nos seguía y cuyo armamento, agarrado de la forma más inverosímil; consistía en una pequeña mesa y silla plegable, bolígrafo y papeles. Encargado de levantar el acta de mi fusilamiento y anotando cualquier controversia que surgiera, asistiendo al capitán en todo lo que le ordenara. El pobre hombre tuvo trabajo.

Llegamos a la iglesia. El paredón blanco, desconchado y que había sido testigo de alguna ejecución, seguro que mejor hecha que la mía. Había multitud de agujeros de impactos de bala. Manchas de sangre seca, ya marrón como cagadas de cucas. Y dos mensajes escritos a brocha gorda y con pintura amarilla: “Muerte a los traidores” y “Todo por la patria”. Me dieron la vuelta. De cara a mis verdugos, de espaldas al sol, con mi vieja camiseta de serigrafía en morado. Agradecido quedé.

Vi el ayuntamiento. Sus grandes ventanales y la piedra de cantería que formaba dibujos alrededor de sus marcos. Alguna que otra cruz y en el centro de la fachada un Bautista que recordaba que nuestro pueblo pasó por el Jordán.

Mis acompañantes me dejaron y se retiraron hasta mitad de la plaza junto al capitán. Comenzaba la gente a pasar por medio, camino del mercado; cruzar la plaza era el único modo de llegar.

Una viuda gorda de pañuelo gris en la cabeza, tiraba de su bolso con ruedas vacío además de sus hinchadas piernas llenas de varices. Comprendiendo lo que allí iba a suceder me miró y como buena creyente se santiguó y continuó su camino.

El militar escribano corrió a hablar con el responsable del fusilamiento. Un hombre moreno, alto, con gorra y gafas de sol que miraba constantemente su reloj, impaciente por terminar cuanto antes. Todavía no habían llegado los soldados que formarían el pelotón.

  • Mi capitán... ¿No sería preciso que no dejáramos pasar gente por la plaza durante la ejecución? Podríamos herir a alguien.
  • Había dado orden de prohibir el paso. Supongo que se darán cuenta y no pasarán por delante de los fusiles. La gente no es tonta, Gómez. Pero, está bien. Mejor que no haya heridos. - Dijo socarronamente - Además tenemos poco tiempo. La concejalía nos ha dejado la plaza para fusilar a éste hasta las nueve. Avise usted dentro y que salgan ya y que los municipales corten los accesos a la plaza.

Miró su reloj y bufó.

  • ¡Coño, las ocho y cuarto!

El escribano salió corriendo y entró por la misma puerta por dónde salimos. Tardó unos diez minutos y volvió. Se sentó en su puesto. Seguidamente salió un tamborilero que comenzó a hacer un redoble. Dos minutos más tarde, un grupo de cuarenta hombres salió en formación, de a dos, a ritmo de tambor; se colocaron a un lado de la plaza.

Unos municipales ataron un grueso cordón de extremo a extremo en las dos bocacalles y así se bloqueó el paso. Poco a poco los lugareños se amontonaron para ver el acontecimiento. Uno intentó pasar por debajo de la cuerda y como un rayo con un “¡Quieto jay!”, el municipal lo metió tras la cuerda.

Mandaron a colocar en fila de a uno frente a mi. Cuando el encargado se dió cuenta que el largo de la plaza no era suficiente para tanto soldado mandó a arquear la fila. Verificó que todos los soldados aproximadamente y medidos en pasos equidistaban de mi. Uno a uno, terminó de posicionarlos. La distancia era tan grande que no distinguía las caras de aquellos que me iban a matar. Puede que también por mi falta de vista. La verdad es que era de agradecer que en mi país hicieran las cosas así. Cuarenta balas, perdón, treinta y nueve si quitamos la “salvaconciencias”, disparadas al mismo tiempo; sería una forma rápida de morir.

El capitán se puso en el extremo derecho tras el último soldado y gritó.

  • Preparados

Los soldados levantaron las armas.

  • Apunteeeeeeen.

Apuntaron sus fusiles.

  • ¡Fuegoooo!

Los percutores actuaron, pero ninguna explosión.

  • ¡Espere, espere, mi capitán! - Gritó Gómez

Me subió un calor tremendo. Me miré el pecho y no había ningún agujero. Mi corazón latía a ritmo frenético, chorros de sudor caían por mis sienes. Veía todo como si fuera una película. Me temblaban las manos y una cigüeña se posó en la azotea del ayuntamiento. Me quedé contemplándola.

El escribano corrió al capitán gritando.

  • ¡¿Cómo?! - Gritó - ¡Corra Gómez. Esto no se puede demorar más!


Volvió a correr dentro de la casa y salió con una caja de madera bajo el brazo. Fue hasta un extremo de la fila de soldados y uno a uno les fue dando una bala. Llegó al otro extremo. Volvió dónde estaba el capitán y le habló en voz baja. Regresó a la fila y comenzó a contar soldados. Cuando llegó al número treinta y tres, Gómez sacó de su bolsillo un cartucho de fogueo. Pidió al soldado que le entregara la bala y se lo dio. Se acercó a mi y me pidió disculpas por el error.

  • En nombre del capitán y del mío propio queremos pedirle disculpas por lo ocurrido, no volverá a pasar. Este pelotón no ha fusilado todavía. Es nuevo fusilando. Hace poco que llegó el relevo y tenemos fallos que ya han sido subsanados. Ahora mismo continuamos con su ejecución. Créame que lo sentimos en el alma el error y sepa usted disculparnos.


Se puso firme. Taconeó. Me hizo una reverencia y se fue a su silla. Anotó durante un buen rato lo que había ocurrido y levantó el dedo indicando al capitán que había concluido. El Capitán volvió a gritar.

  • ¡Preparados!
  • ¡Carguen!

Uno de los soldados pegó el primer tiro antes de la última orden. La bala impactó a unos metros, a la altura del hombro, a la derecha de mi. Me asusté. Pensé que todo se terminaba pero el Capitán con un enfado de narices se puso delante de sus soldados.

  • ¡Aaaaaalto! ¿Quién ha sido el idiota? ¡Que se tiene que esperar a mi orden! ¡No podemos hacer sufrir más al reho! Un poco de humanidad. ¡Por favor!

Miró al pelotón y un soldado levantó la mano.

    • ¿Es usted imbécil?
    • Señor, pensé que ya la había dado, es que soy un poco sordo.
    • ¡Es usted un inepto! ¡A mi orden! ¡Todos a la vez!
    • De todas formas... y con todos los respetos, es que así con el sol dándonos de frente, es difícil acertar. En las pelis le ponen al que van a matar algo para poder apuntar mejor.

El capitán se quedó pensativo.

    • Tiene usted razón. ¡Gómez!

Gómez se levantó y corrió raudo.

    • Traiga algo para señalar al prisionero

Otra carrera más para el pobre Gómez. Entrando en la casa, saliendo, llegando, otra vez al Capitán para que diera la venia. Su camisa ya marcaba el sudor por la espalda.

    • Sólo he encontrado esto.
    • Si no hay otra cosa, Colóqueselo.

Intentó correr pero, ya cansado, caminó. Me colocó en el pecho un papelito verde fosforescente adhesivo. Volvió a taconear, reverencia y se dió la vuelta. El papel con la brisa producida por tanto movimiento se despegó y se desprendió.

- Gómez, el papel. - susurré.

Volvió la vista y miró el papel en el suelo. Me agaché y se lo entregué en mano. Volvió a pegármelo en el pecho pero ya no se adhería a la camisa.

  • Hágame el favor. Manténgalo usted agarrado ahí. Es para que sea más fácil apuntar. Créame que lo siento. Entiéndanos que es la primera vez. No encontré nada mejor. Estamos en época de vacas flacas y no tenemos ni cinta adhesiva, ni un imperdible.
  • Bueno, si no hay otro remedio. Pero que conste que le hago un favor para que no tenga más problemas, que he visto cómo está trabajando usted esta mañana. La verdad es que se merece un descanso ya. ¡Menudo trabajo!
  • Ya ve. Esto no es nada, el otro día intentaron fusilar a otro y de los cuarenta disparos acertaron sólo dos. Uno rozó y otro en una pierna. El capitán tuvo que venir a rematarlo. Unos gritos que daba el hombre. Además ha tenido suerte porque no teníamos balas y llegaron justo hoy a las seis de la mañana para su ejecución.
  • Es un alivio - murmuré
  • Bueno, le dejo a usted que tenemos sólo hasta las nueve de la mañana para fusilarle.
  • Ande, ande. Corra, no demoremos más.

Me empezaba a caer bien. Taconeo, Reverencia y giro. Caminó y habló con el capitán. Otra vez se sentó en su mesa, apuntó las incidencias en el acta y otra vez el adelante con la mano.

Un soldado con voz casi llorando y desesperado gritó.

    • ¡Yo no quiero matar a nadie!

El capitán caminó deprisa frente al soldado rebelde.

    • ¿Cómo? ¿Es usted tonto? A que le pongo en el paredón con el prisionero y lo fusilo a usted también.
    • Es que yo soy pacifista. Me metí aquí porque no había trabajo. Yo no tengo vocación para esto. Quería ser alfarero pero mi padre decía que eso no tenía futuro y esta mañana cuando me dijeron que había que matar a alguien pues me dije, Benito, que te has equivocado; que esto no es para mi.

El capitán se quitó sus gafas y sus ojos se escapaban de las órbitas. Se acercó al soldado y le arreó una bofetada tremenda. Desde otra fila se escuchó a uno gritando.

    • ¡No se pase con Ramírez, cabrón!
    • ¿Pero esto qué es? ¿Quién ha sido?

Vociferó el oficial y de las filas salió un soldado. Sacando pecho y muy enfadado hacia un capitán.

    • ¡”Chacho”, tiene razón! A ninguno de nosotros nos dijeron que había que fusilar a nadie.
    • ¿Cómo que “chacho”? ¡Respete, que soy su capitán!

El soldado que no quería disparar doblado de dolor se frotaba el cachete.

    • ¡Qué no puede ser! ¡Que yo tampoco disparo!
    • Pero si ya tienen el cartucho “salvaconciencias”.
    • Sí y Pérez lo tiene. Yo se que si disparo y le doy, mato a ese cabrón. - dijo señalándome y continuó - Tenía que haberse dado sin que nos enterásemos.

Al insultarme, salté:

    • ¡Aquí el único cabrón eres tú, hijoputa!
    • ¿hijoputa? A mi nadie me llama hijoputa

Me miró y aquel soldado broncas tiró su fusil y fue arremangandose la camisa, corriendo. Cerró los puños; a por mi. Me puse en guardia y me tiré hacia él. Tras él corría el cura que casi tropieza con su sotana, Gómez y el Capitán. Forcejeamos hasta que que nos separaron.

    • ¿Pero qué hace? - Dijo Gómez
    • Hijos míos que haya calma – El cura
    • A mi nadie me llama hijoputa. A mi nadie nombra mi madre.

Agarrado por el cura y Gómez, El soldado intentaba patearme pero ya había distancia y sus piernas no llegaban a golpearme. El capitán, sacando la pistola de su funda, disparó varias veces al cielo. Los tiros sonaron aterradores. Una paloma sin cabeza cayó a la plaza. Nos encogimos de hombros y agachamos las cabezas. Aquellos truenos me recordaron dónde me encontraba y lo poco que faltaba para irme al otro barrio.


    • ¡Coño! ¡Cago en mis cojones! ¡Que vuelvan todos a sus sitio! ¡Ostias! ¡Cagoendios!
    • Perdónalo porque no sabe lo que dice. - Dijo el cura.

Tras la trifulca y calmados los ánimos, regresé al sitio que me correspondía. Gómez agarró el brazo del soldado y calmándolo lo llevó a la fila. El cura me dio nuevamente una bendición y marchó junto al capitán. Otra vez Gómez, volvió a anotar e hizo la señal.

    • Bueno a ver si ahora. - Dijo el capitán con tono de resignación. - ¡Preparadoooooss, Apunteeeeennnn!

El ensordecedor ruido de un martillo neumático comenzó a sonar. Aunque gritara el capitán, no se podía oir nada. Miró a los obreros que abrían la zanja a un lado de la plaza tras los soldados.

- Y ahora... ¿Pero de dónde han salido estos?

Miró su reloj y caminó hacia ellos. Las bocacalles estaban atestadas de gente que quería llegar al mercado o volvían de él y los municipales no los dejaban pasar. Comenzaban a haber protestas y la algarabía iba en aumento.

    • Buenos días. Señores, pueden parar un momento. Tenemos que fusilar a un preso. La plaza la tenemos hasta las nueve y son las menos cuarto.
    • Pues sí. Es que hemos empezado temprano para ver si terminamos pronto. Hoy hay fútbol ¿Sabe usted? ¿No pueden fusilarlo mientras trabajamos?
    • ¡Hombre! Entiéndame. Es por respeto al preso y que con el martillo... pues los soldados no oyen las órdenes y tienen que tirar a la vez.
    • ¿Pero porqué tienen que hacerlo con tantos soldados? Con cuatro o cinco soldados lo fusilarían la mar de bien y no haría falta gritar tanto para que se enterasen todos.
    • ¡Calle, calle! Si tiene usted toda la razón. La normas castrenses están ahí para cumplirlas. Pero, para su información, se sabe que cuántos más soldados haya en un pelotón de fusilamiento pues más fácil es darle al reo y más rápido y menos dolorosa será la muerte. Es por humanidad. En fin. Hágame usted el favor y no haga ruido. A ver si puedo terminar con todo esto.
    • No se preocupe, que lo fusile usted bien. - y dirigiéndose a su compañero - ¡Ramón, vamos a echarnos un cortado que aquí el jefe tiene un fusilamiento!
    • Gracias, es usted muy amable. Yo voy a lo mío.

Los obreros dejaron sus herramientas y caminaron hacia el callejón del mercado. El municipal levantó la cuerda y se perdieron entre la gente. Entre tanto, las protestas de los transeúntes aumentaban. El capitán llego hasta el escribano y le comentó lo que había hablado con los obreros. Espero a que anotara y ocupó nuevamente el lugar de mando.

    • ¡Preparadooooooss! ¡Apunteeeeeennnn! ¡Aaaaaltoooooooooooo!

Desde el pelotón se oyeron preguntas.

    • ¿Qué apuntemos alto? ¿Pero no hay que disparar al papel verde?

El capitán se puso otra ven frente a sus soldados y los miró de modo inquisidor. Todos guardaron silencio mientras que dos personas cruzaron la plaza delante de los soldados, corriendo y el policía municipal detrás. Y el capitán comenzó a jurar y a blasfemar.

    • ¡Los cojooooones! ¡Cago en mi puta madre! ¡No disparen! ¡Aquí fusilo yo, por mis cojones que yo fusilo a este tío, hoy! A ver... ¡Que los municipales quiten a esa gente!

Apurando la carrera los policías sacaron a la pareja cargada con bolsas de la plaza por el otro callejón. Comenzaron a escucharse gritos de la multitud que se agolpaba en el lateral.

    • ¡Que se hace tarde!
    • ¡Que tenemos que ir a trabajar!
    • ¡Fusílenlo ya!
    • ¡Que lo maten, que lo maten!

Los policías regresaron a su sitio, Gómez anotó y volvió a hacer la señal.

    • ¡Preparadooooooos!
    • ¡Apunteeeeeeenn!

En ese momento ya daba por finalizada mi vida. Sólo faltaba una palabra. Todos, incluso yo, teníamos ganas que finalizara este esperpento. Gómez se levantó precipitadamente tirando su mesita, bolígrafo y papeles que se mecieron con el viento, hizo aspavientos y mandó parar otra vez la ejecución.

    • ¡Alto! ¡No se puede... Falta...!

El capitán resignado miró al suelo. Con voz baja, resignado, hablo a Gómez.

    • ¿Y ahora?
    • Según las normas, hay que preguntarle al preso si quiere decir algo, ofrecerle una venda y un cigarrillo.
    • Venga Gómez. Ofrézcale todo eso.
Vino otra vez a mi.

    • ¿Quiere decir algo? O ¿Un último deseo?
    • Como lo de que apunten a otro lado no creo que lo hagan pues que esto acabe ya – le dije.
    • ¿Quiere una venda?
    • Me gusta el espectáculo que están dando, no tape mis ojos, por favor.
    • ¿Un cigarrillo?
    • Dejé de fumar hace años... Creo que para el tiempo que me queda, deme uno.
    • Pues... No tengo cigarros, espere... - gritó al pelotón - ¿Alguien tiene un cigarro?

Un soldado levantó la mano. Dejó la formación y caminó hacia nosotros. Me dio el cigarro y el mechero no funcionaba. Gritó al pelotón pidiendo un mechero. Otro soldado se acercó y encendí el cigarro. Di un par de caladas. Tosí por la falta de costumbre. Todos volvieron a sus lugares. Gómez, dio su señal.

    • ¡Preparadooooos!
    • ¡Apunteeeeeenn!

La campana del reloj del ayuntamiento comenzó a sonar. Una, dos, tres, cuatro hasta nueve campanadas. El tiempo de la ejecución había terminado. De la ventana el alcalde con la mano hizo señal a sus policías que retiraron el cordón. El capitán caminó cabizbajo, pensativo, con las manos atrás agarrando su gorra. No dio la fatídica orden.

    • ¡Rompaaaaaan filas!

Gritó. Y fue caminando hacia la casa. En esto Gómez le paró.

    • ¡Capitán, no se vaya! Tiene que firmar el acta de la ejecución.
    • Mire Gómez, no me toque los cojones que ya hemos tenido la mañana.
    • Pero, las órdenes. Que no puedo archivar esto sin su firma.
    • Traiga acá.

Intentó firmar pero los papeles se le doblaban. El secretario ofreció su espalda y el capitán firmó.

Los soldados rompieron filas y entraron por dónde habían venido. Gómez ensimismado recogía la silla y la mesa. El capitán me miraba, serio. El cura hablaba con dos feligresas.

La gente comenzó a invadir la plaza en dirección al mercado. De todo tipo. Una tirando de la soga un burro que iba cargado con multitud de yerbajos. Muchas cargando sus bolsas para hacer la compra. Otros con carros con verduras, pescados, carne. Dos en una vespa esquivando a los viandantes. El cartero con su saca. El carnicero cargando con un costillar. El pescadero, los camareros y el churrero, siempre caliente.

Aprovechando la multitud y que no estaba atado, caminé y viendo que no había afán por capturarme, me escabullí entre la multitud. En mi país las cosas, a lo grande pero mal.


No hay comentarios: