viernes, 20 de septiembre de 2013

Mi cumpleaños

Hoy es mi cumple y cumplo 30 años. 

¡Vale, mis ganas! Sí, que fue en agosto y fueron 41. Pero se trata de otro cumpleaños. Porque volví a nacer. No se cómo empezar a escribir esto y si ahora lo estás leyendo, pues será que conseguí terminarlo. Y sí; alguna lágrima solté mientras lo escribía. Pero era algo que quería hacer desde hacía tiempo. Aviso... Hay que tener estómago y para los sensibles pues que no lo lean. 

¡A que pica la curiosidad!

El 20 de septiembre de 1983, me puse muy remolón. Sabiendo que el 21 era el inicio del cole, le pedí a mi madre quedarme un poco más en la cama y me dejó. Más tarde me levanté y como último día de vacaciones pues bajé a jugar a la pelota.

Las baldosas grises rodeaban toda la urbanización. Algunas pintadas con tiza. Corazones y nombres. Aquel lugar lleno de escaleras por doquier.  Bajar y subir las bolsas de la compra era un martirio. No recuerdo cómo fueron los juegos de ese día. Supongo que estuve con Olga, Susana, Rogelio, Mario, Ana Dolores, Rosa Laura,  Dani, su hermana Rosa Delia y Diego. Si me olvido de alguien pues espero que me disculpe,  entenderán que aquel no fue mi día.

No recuerdo la hora en que volví a casa. Posiblemente cerca de mediodía. Y entré en el portal. Siempre olía a aceite de fritango cerca de la puerta del vecino del primero B. La puerta más cercana al ascensor. Así que cualquiera  que se acercara sufría aquella peste. Llamé al ascensor. Pese a las reiteradas veces de que mi madre intentó que no viajaran niños solos en el ascensor, pues supongo que por la costumbre de que nunca pasara nada y que todos los niños lo usábamos, finalmente la despreocupación hizo que subiéramos y bajáramos solos desde hacía tiempo. Con esto no culpo a nadie. 

Desde que entré en el ascensor comencé a jugar con la pelota. El niño listo resultó que no fue tal ese día. Le daba patadas cada vez más cerca de la puerta mientras la plataforma subía. Aquello era una bomba de relojería. En un momento dado. La rendija chupó la pelota y con ella mi pie. Sentí impotencia y que se volvía todo negro pero no perdí el conocimiento. Sólo gritaba. No de dolor. Porque en esos momentos ni sabes lo que es el dolor. Siempre digo que el chute de endorfinas, no se si se llama así la sustancia, que te tienes que formar en tu organismo hace que te sientas en otro mundo; pero dolor no. Pensé por unos segundos si aquello era una pesadilla pero sabía que no. Ves todo a cámara lenta. En la subida. El ascensor arrastrando mi pierna se detuvo una vez y volvió otra vez a retomar su camino. Yo me había sentado en el piso mientras que aquella máquina, sin sentimientos ni remordimientos avanzaba. Volvió a detenerse. Unos segundos, como para darme un respiro y otra vez subió. Fue un diálogo de ascensión y gritos que al final paró. En el séptimo piso, que en ese momento no era lo mismo que el séptimo cielo, abrieron la puerta. En el descansillo inferior, antes de llegar al de las viviendas se agolpaban los niños con los que jugué esa mañana, con cara de no creerse lo que estaban viendo. Mi madre gritaba. ¡Has perdido la piernita! ¡Mi niño! Ahora me viene a la memoria el abrazo que me diste en aquel momento. Luego te apartaste, o te apartaron. Porque después de para mi una eternidad de cabeza caída, cabeza levantada; entre desesperación y desear que acabase ya todo, llegaron los bomberos. Veía todo como una película. Aquel hombre me animó. Era entrado en años y me parecía ya viejo. Pero a la edad de 11 años cualquier persona que pase de los 30 te parece viejo. Pasaron los minutos y noté como el ascensor volvía a subir lentamente y con la puerta abierta. Y alguien gritaba: ¡Ahora, dale! Me sacaron de la plataforma. Me bajaron a pie los seis pisos. Con la pierna enrollada en una toalla. Y llegando al primero y por las prisas se desenrolló y me tuvieron que aupar. Allí vi un colgajo de carne de la pantorrilla. No vi más. Yo era en un pelele cargado por el mismo bombero. Supongo que ahí tuve un desvanecimiento, porque la siguiente imagen que recuerdo era la del rostro del mismo bombero en la ambulancia mirándome y desde su rostro caían gotas de sudor hacia mi cara. Fue un esfuerzo muy grande. Llegamos a la Clínica del Pino. Urgencias y me dejaron en una camilla durante un buen rato. Realmente, no lo se. A mi me pareció eterno. Allí sí que sentí dolor. El mismo dolor como si te da un calambre, pero mucho más intenso. Aparecía y desaparecía. Era un ciclo, pasados unos minutos de tranquilidad, volvía. Tuve miedo de que volviera otra vez el dolor. Allí, tumbado esperé hasta que me miraron y más tarde me llevaron a una habitación. Supongo que dormí y descansé.


No tengo tanta memoria como para recordar cómo fueron en detalle los días en la clínica. Pero sí un par de cosas que ocurrieron antes de la operación. Lo quieto que estuve durante aquella semana de intentos de salvar la pierna. Lo doloroso que eran las curas en ciertos momentos y la “carpa” que tenía encima mío. Era un semicilindro de tiras para que las sábanas no rozaran con lo maltrecho. Pero la sensación era como si estuvieras en un pulmón de acero pero de cintura para abajo. Una de las curas el cirujano, creo que se apellidaba Moreno. Que era un antipático según mi madre. Y supongo que no sería antipatía, sino como médico no querría engañar a mis padres y mi madre no querría oír las verdades que le decían. No se, nunca supe más de aquel tema. Ese médico, antipático o no, pues me salvó. En una de las curas pues me pinchó con un alfiler en ciertas zonas para ver si había sensibilidad. No notaba nada pero le contestaba que sí aunque no sintiera nada, que era casi todas las veces. Mis ilusiones de decir que estaba bien lo muerto. Cortó un trozo de carne y no sentí nada. El mismo colgajo que vi cuando estaba en el portal cuando me pusieron la toalla. Era del tamaño de un solomillo pero de color beige. Supongo que sería de un lateral de la pantorrilla, por el tamaño.  Allí se acabó la historia. Mi padre vio la herida en un momento y su expresión fue un "Bufff ¡Cómo lo tiene!"

Ya había pasado cerca de una semana desde el accidente. Me llevaron al quirófano. Lo que quedaba de pierna estaba ya gangrenado. Yo no sabía lo que me iban a hacer. Me anestesiaron y... No voy a contar nada de ese momento porque en fin... anestesiado qué voy a contar, no recuerdo absolutamente nada. En otras ocasiones he estado anestesiado por culpa de alguna borrachera y me ha pasado lo mismo: no me he acordado de nada. Al despertar de alguna borrachera en la que he perdido el sentido me suelo mirar a ver si tengo todos mis miembros, por si acaso.

La sensación al despertar fue como si a la altura de la corva te presionaran con dos palos metálicos tan fuerte y tuvieras la rodilla doblada hacia abajo y no la pudieras levantar. No era doloroso pero sí muy molesto. Creo que estaría tupido a calmantes. Mi padre estaba a mi lado. Yo decía que me quitaran aquellos inexistentes hierros que aprisionaban la corva que ya no tenía. Al final y al oído me lo dijo. No recuerdo cual fue la palabra que utilizó y si la frase fue “Te la han cortado” o “Te amputaron la pierna” Para el caso da lo mismo. Me quedé callado. Quizás porque no sabía lo que implicaba aquello. Cerré los ojos y no recuerdo más.

En aquellos momentos de clínica me venían a visitar un montón de gente y que habían primos de los que ya no tengo roce con ellos. Cosas de la vida. Una de las cosas más tontas y que nunca entendí fue que mi madre culpó a los peces que teníamos porque alguien le dijo que traían mala suerte. Al final ellos corrieron peor suerte que yo y terminaron por el w.c. Lo que implica que los humanos traemos peor suerte a los peces que los peces a los humanos. Y por otra parte, su frase diciendo que aborreció la mortadela porque mi muñón vendado y con una redecilla, al estar hinchado, tenía esa forma. O mi abuela que a posteriori y ya con la primera pierna ortopédica se empeñó en llevar una pierna de cera a la Virgen del Pino. De todo eso voy a correr un tupido velo porque ese tipo de frases y acciones se resumen en un "De dónde no hay, no se puede sacar".

De mis compañeros de convalecencia, recuerdo a tres chicos. Uno al que le dieron una paliza y tenía la cara destrozada en una pelea. Ese chico me daba miedo mirarle. Tenía toda la cara magullada. Cuando se marchó, la cama la ocupó otro que vino de Lanzarote a operarse del pene, tenía una malformación y orinaba por un segundo orificio. El padre de este niño se tapaba la nariz cuando venían a hacerme las curas antes de la amputación. Pues ya había zonas gangrenadas y la verdad es que apestaba.

Pasaron los días y me cambiaron de habitación. El tercer chico con una fístula en el tobillo pero con ese estuve muy poco tiempo. Allí me visitó el doctor Urrutia, creo que se apellidaba así. Era del Barsa y se metía conmigo porque yo era del Madrid. Me resultaba muy simpático y lo eché de menos. Sólo apareció un par de veces.

También tuve una visita muy especial. Era el hijo o el sobrino de una amiga de mi madre. Entró en mi habitación, caminó durante un rato y se sentó a hablar conmigo. Me dijo que él era como yo. Y me enseñó su prótesis. Aquello me animó mucho y aunque pensé que me vendría a visitar otra vez. Jamás supe de aquel muchacho. Pero sentó muy bien.

Varios días después me dieron el alta. Decían que había un virus que no dejaba cicatrizar y así me llevaron a casa de mi abuela. Aunque era un tercer piso y sin ascensor siempre serían menos escaleras que en la Urbanización Copherfan.

El resto del tiempo pues jugando con mis clics de famóbil encima de una tabla de sombras chinescas que me había regalado mi padre. Convirtiéndome en el niño solitario, introvertido y triste que fui durante años.

Sí, muchas visitas, muchos juguetes, pero sólo pequeños momentos de felicidad en una laguna de un gran vacío.

Entre todas las visitas recuerdo una en que vinieron Roque, Adrián, Paco y Alberto a jugar conmigo. Jugamos al monopoly. A Roque lo arruinamos y mi padre, sin saber las reglas del juego, hizo que le diéramos dinero para ayudarle a pagar las deudas. Mi viejo, siempre solidario. Con el tiempo las heridas siempre cicatrizan, incluso las que no se ven. 

Las últimas curas después de amputado fueron bastante duras. Se habían formado fístulas en las que me insertaban una jeringa y a presión metían un líquido que posiblemente fuera algo de polividona yodada, “Betadine” para los amigos. Una vez presionaron tan fuerte el émbolo que el líquido retrocedió por el agujero de la carne y salpicó de gotas la bata de Lucy, una de las enfermeras que me curaban.

Durante el tiempo que estuve en casa de mi abuela pues llegué a pesar cerca de 55 kilos. Claro, sin hacer ejercicio y el problema que he tenido siempre: Me encanta comer. Mi padre, siempre ha sido un hombre flaco pero muy fuerte. Me cogía a piola y me bajaba por las escaleras los tres pisos para llevarme a las curas en nuestro viejo "R Siete".  Una vez se le hizo tarde y Roli, el hijo de una vecina que me dio clases durante ese tiempo, intentó hacer lo mismo. Aquel chico era un palillo y no pudo ni levantarme. Le temblaban las piernas en el esfuerzo. Espero que no se lesionara la espalda. Al final llegó mi padre y me bajó.

Otra anécdota fue que a mi hermana, tres años menor que yo, le habían cortado el pelo a lo macho y una vecina, que no salía de su asombro, la confundió conmigo diciéndole a mi madre: “¡Qué bien quedó el niño!” Nos parecíamos mucho.

Pasó el tiempo y terminó por curarse todo. 

Bueno ese día, visto desde mis ahora treinta años, bueno sí; los cuarenta y uno que cumplí en agosto. Fue el momento en que Enrique dejó de ser un Enrique para nacer otro distinto. Esos momentos hacen que llegues a la madurez y puedas relativizar los problemas que puedas tener en otros momentos. No creo que sea cuestión de superación, esa fase es bastante sencilla, sino de inclusión de tus malos momentos en tu propia identidad. ¿Lo que no te mata, te hace más fuerte? No lo creo. Creo que la experiencia suma a una pequeña porción de sabiduría que todos tenemos cuando llegamos a la mediana edad y vemos de reojo como la juventud  va quedando más atrás.

En otra ocasión contaré cómo fue la parte de la pierna ortopédica que también tiene su cosa.





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