domingo, 8 de septiembre de 2013

La Casta. 5


5

     Jorge se marchó muy temprano y con la ropa de faena puesta. Una camiseta blanca con publicidad de tabacos y un pantalón de chándal imitación al clásico de las rayas azules de la marca alemana. Iba lleno de gotas de pintura seca. Lo habían comprado por 3 euros en los mercadillos. Cargaba una bolsa de deporte en la que llevaba el almuerzo y una muda para la vuelta.   

     Bajó las escaleras del piso y llegó hasta donde estaba aparcado su viejo Seatcientoventisieterojo. Todavía funcionaba a la perfección. Del tubo de escape salía abundante humo azul pero cuando se paraba a escuchar el ralentí del motor por si notaba algo raro le sonaba como una orquesta bien afinada y se notaba que, aunque viejo, seguía realizando bien su función.   Apretó un par de veces el acelerador para calentar el coche y arrancó. Recorrió la ciudad.

    Llevaba mal sus cuarenta y siete años. Su dentadura estaba amarillenta. Con bastante sarro. Le faltaba un trozo de la paleta inferior que le afeaba aún más la sonrisa. El pelo era grueso, negro y rizado. Por su cara, barba de varios días y unas gafas de pasta de cristales cuadrados y pesados. Era flaco y se notaba el ejercicio que hacía. Caminaba todo el día. Deambulaba de la playa a casa, de casa a la playa. Se bañaba a diario en Las Canteras nadando hasta La Barra; ida y vuelta varias veces. Con su pincho largopulpeabaentre las rocas. También hacía apnea. Para todo lo que fumaba aguantaba la respiración hasta límites increíbles. Podía estar cerca de cinco minutos sin respirar, gracias a algún truco que su madre le había enseñado. Se zambullía y bajaba para ver bogas, fulas y salemas.  Cuando encontraba un chucho lo acompañaba en su elegante vuelo hasta que se perdía en la distancia o; cagándose en su condición de humano, lo abandonaba subiendo a respirar.

     Cuando volvía a la arena le gustaba estar por la zona de La Puntilla donde familias enteras se ponían a jugar a las cartas a la sombra de las barcas de los pescadores que descansaban en la arena. Al atardecer, jugar un partido de fútbol en Playa Chica con antiguos amigos de La Isleta.

     Tomó la calle Albareda con sus viejos edificios de apartamentos manchados por la polución del tráfico de tantos años. Los comercios, muchos de ellos moribundos, a punto de cerrar definitivamente. Ya divisaba el parque Santa Catalina y el Hotel Los Bardinos. Siguiendo el trayecto llegó a la rotonda del tunel de Julio Luengo. Dejó a la izquierda la clínica Santa Catalina y por León y Castillo llegó a las oficinas del Ayuntamiento. Estacionó el coche en los aparcamientos. Caminando unos veinte metros, le esperaba la cuadrilla de los pintores. Gente que llevaba mucho tiempo en el paro y ya estaban en riesgo de exclusión social.

El capataz de la obra era un chico joven recién licenciado y que hablaba al grupo de pintores sin dar confianzas. Tono altivo. Sabía que tenía el poder de sacarlos o dejarlos en la miseria. Jorge pidió disculpas por llegar tarde y se unió a ellos. El jefe le miró de reojo señalando un punto para que Jorge se uniera a los currantes.

-        Bueno, vamos a pintar los muros del Recinto Ferial. Cuando se termine ese trabajo, dentro de unos días, iremos a pintar algunas fachadas. El material va en la furgoneta y allí tienen monos de trabajo. Ahora, suban a la guagua.  ¡Nos vamos!

     Como autómatas entraron todos al microbús menos el jefe que se dirigió a los aparcamientos. El último fue Jorge que se sentó en solitario tras el chófer.  Éste arrancó. Apareció el capataz a la derecha del microbús montado en su pequeña scooter. Los adelantó y desapareció sorteando el tráfico.

     El viaje duró unos cuarenta minutos dado el denso tráfico de las nueve de la mañana, el chofer no pudo hacer otra cosa. Y los viajeros mataban el aburrimiento mirando por las ventanillas y otros hablando. Llegaron a su destino y bajaron. El capataz señalando la furgoneta:

-        Cojan un mono por persona, el balde de pintura, brochas y el material que necesiten.

     Se dirigieron a la furgoneta que estaba aparcada a unos quince metros de microbús y allí recogieron cada uno lo indicado. Jorge se enfundó el mono, cogió un cubo de pintura y miró al capataz. Éste lo vio y le dio las órdenes:

-        Póngase por la zona del aparcamiento y pinte el muro de la entrada.

     Dirigiéndose a otro obrero que ya conocía por trabajos anteriores y había algo más de confianza.

-        Pedro, vete con él. Ayúdale en la zona. A las tres vuelvo y tiene que estar pintado eso, aquello y eso también.

     Dijo señalando los distintos muros del recinto. Se subió a su scooter y se marchó.

-        Hola, soy Pedro. ¿Es la primera vez que vienes a algo de esto?

     Se dieron la mano.

-        Jorge. Sí, es la primera vez que me llaman para trabajar aquí.
-        Esto es muy suave. Te ríes bastante con los compañeros y pasas la mañana tranquila.
-        Ya veo.

     Respondió Jorge sin mucho ánimo de llevar conversación.

-        ¿Ves aquel, el de la gorra azul? Es Roberto. Ese tío le ha dado a todo:jaco, coca, maría. Ten cuidado, es un hijo puta. Malos rollos con todos los que han pasado por aquí y por eso está solo. Todo el mundo lo evita. No por qué lo llaman una y otra vez, siempre tiene problemas con todos.
-        Gracias por avisar.
-        Aquel, Juan, se dio de hostias con él. Alberto y Sergio, aquellos dos, le dan al vino cada vez que pueden. Ya han venido alguna vez que otra a trabajar y a mitad de mañana  “esponjas perdíos. El cartón lo llevan fijo en la mochila pero son buena gente.
-        ¿Y tú?

     Jorge se interesó por su compañero.

-        Yo, no soy nadie, un tipo normal que no ha tenido suerte. Trabajé en la construcción durante un tiempo y ¡A la puta calle! No podía pagar el piso y mi mujer me dejó. ¡Ya ves! Aquí con los de riesgo. Llevaba cuatro años ya parado y sin que me llamaran, pero ahora me llaman cada tres meses más o menos. ¿Y tú?
-        Tengo a mi mujer y a mi hija. Llevo mucho tiempo sin trabajar y me llamaron ahora. Mi mujer necesita un descanso y he aprovechado esta oportunidad.

     Dijo brocha arriba, brocha abajo con el pitillo colgando del labio.

-        ¡Cuidado que viene!

     Le dijo susurrando a Jorge. Éste miró. Roberto caminaba hasta ellos.
     Era un tipo gordo y fuerte. Si tuviera diez años sería el matón del colegio pero a sus cincuenta y tantos parecía un vendedor de drogas de esquina de barrio venido cada vez a menos. El único que pasó del mono de trabajo. Llevaba una camiseta de mangas cortadas y unos pantalones de chándal a media caña manchados de pintura. En las pantorrillas y en los bíceps lucía tatuajes muy avejentados. Eran manchas, trazos de algún artista callejero delTatoo. Más moreno aún que Jorge. Se notaba que todos pasaban más tiempo en la calle que en sus casas.

-        ¡Uoooops!Saludó mirando a los dos y le preguntó a Pedro: -¿Quié es er nuevo?
-        Se llama Jorge.

     Jorge lo saludó intentando un gesto amistoso levantando la brocha pero sin decir nada.

-        ¡Chaaaacho, éjame pacá un sigarrito ahí!
-        Me quedan pocos y no hay sitio dónde comprar.
-        Sí, hay un bar.Veeenga, invítme uno
-        Yo fumo bastante y me jode estar sin tabaco.

     A regañadientes sacó el paquete y le dio uno. Luego Roberto continuó:
-        ¡Qué se note que curras! ¡Que todo esto no va a serpati!

     Soltó una carcajada. Se marchó a su muro y siguió disimulando que pintaba con el cigarro recién conseguido en la boca.

-                   Me caes bien. Por lo que me cuentas eres un hombre de familia  y  de todos nosotros el que en verdad necesita este trabajo. Ten cuidado que ese está buscando bronca y me da que como eres el nuevo tienes todas las papeletas. Así empezó con un compañero hace unos meses y terminó por mandarlo al hospital.

     Señaló con un gesto de la cabeza a Roberto mientras hablaba.

-        Lo tendré en cuenta. Gracias otra vez.

     A mediodía Jorge y Pedro almorzaron juntos y además se unió Sergio.

-        Pues Las Palmas este año no creo que suba. Nos quedamos en segunda y la culpa la tiene el presidente.

     Balbuceaba entre sorbos del cartón de vino. Sergio siguió hablando pero Jorge y Pedro habían desconectado. Disimulaban haciendo que escuchaban al crítico futbolero. Sentados, apoyando la espalda en uno de los muros mientras se dedicaban a contemplar el paisaje de palmeras que había alrededor del recinto. Jorge se levantó y se alejó. Pedro vio como hacía una llamada por el móvil y regresó otra vez al grupo. Roberto volvió a acercarse. Agresivo le exigió a Sergio.

-        ¡Oye caracartón. Dame unkrujede los tuyos!

     Jorge siguió el consejo de Pedro y para desechar cualquier posibilidad de abuso con una sonrisa invitó a Roberto a un Camel.

-        Toma.
-        ¡Enrollao!¿Sabes? Me voy al bar. Allí comograti.

     Salió del recinto, cruzó la carretera y se perdió por las palmeras de la urbanización de enfrente.

     Jorge fue al microbús. En el maletero habían dejado todos sus bolsos. Rebuscó en la mochila de Roberto. Encontró un monedero pequeño con cremallera. Lo vació en la mochila, cayendo unas cuantas monedas y una piedra pequeña de hachís. Volvió con sus compañeros con el monedero vacío en su bolsillo.
La jornada laboral terminó. Volvió el jefe en su moto. Comprobó el trabajo realizado. Firmaron la asistencia y se marchó. Algunos volvieron a subir al microbús y otros marcharon a pie. Los llevaron nuevamente al punto de partida. Jorge cogió su destartalado coche y fue al piso de su madre.

En el piso de Sofía todo era viejo, pequeño y agobiante. Un salón, un dormitorio, baño y cocina. Todo interior. Poco luminoso. Los pocos muebles que tenía eran de ébano. No había contraste con las baldosas marrones. Un taquillón de dos puertas regentaba la entrada y tenía unas tallas de madera: un cuervo y un lobo con las fauces abiertas. Las paredes tenían un papel decorativo con motivos florales enredados de tonos verdes y malvas haciendo relieve en fieltro. Coronaba colgando en el techo del salón una lámpara de tela estilo marroquí que apenas iluminaba la instancia. En la pared izquierda, encima del viejo sofá rococó, verde oscuro, había un tapiz azul con un pentágono bordado en tonos dorados. Frente a él una mesa pequeña imitando al estilo Luis XVI, con un tapete negro con un bordado blanco que marcaba su perímetro. Encima del tapete una caja idéntica de la de su nieta, pero con la madera avejentada y llena de hendiduras y rayones. La mesa estaba rodeada con cuatro sillas a juego. No había más mobiliario en el pequeño salón.

Conseguir el piso para Sofía fue sencillo. Un conjuro. El viejo que habitaba se suicida a las dos horas de firmar las escrituras, locamente enamorado de Sofía, rodando escaleras abajo; con el corazón roto. Sin familia y completamente sólo. Nadie hizo preguntas. Nadie le lloró.

Sofía hizo pasar a Jorge y le invitó a sentarse frente a ella en la mesa.

-   ¿Trajiste algo de ese?
-   Pude robarle el monedero. ¿Servirá?
-   Sí, servirá. ¿Cómo se llama?
-   Roberto.

     Sofía tomó el monedero de la mano del hijo y lo puso delante de ella en el tapete. Abrió la caja y las bisagras chirriaron. Cogió el  saco de tierra y le echó un poco encima. Volvió a dejarlo en su lugar. Luego tomó el puñal con la mano derecha y se hirió la palma de la otra mano. La mantuvo en el aire. Apretó el puño y brotó sangre. Cayeron unas gotas sobre la tierra. Los ojos de Sofía se tornaron negros y empezó a decir:

     - Te doy mi tierra y mi sangre. Caronte, llévate a Roberto, que viajará contigo para que le des cobijo.
     Lanzó un escupitajo verdoso sobre la mezcla de tierra y sangre y con una uña marrón y puntiaguda que se había formado en el  dedo índice comenzó a revolverlo. Repitió nuevamente:

-                   Te doy mi tierra y mi sangre. Caronte, llévate a Roberto, que viajará contigo para que le des cobijo.

La boca de Sofía sonrió a su hijo que observaba impasible el conjuro. Repitió por última vez el mismo rezo. Lanzó un grito y apuñaló el monedero.

-   Tráeme la botella y ponme un vaso.

     Le indicó a su hijo con voz temblorosa.

-                   Jorge, cada vez estoy más débil. Los años pasan y no tengo tantas fuerzas como antes.

     El hombre le puso un vaso de vino delante de ella. Sofía temblando tomó el vaso y bebió.

-   Ahora vete. Déjame sola, tengo que seguir buscando.
-   Mamá, ahora deberías descansar.
-   No puedo descansar, debemos encontrarle. ¡Vete a casa!
     Jorge caminó a la puerta y se marchó, cerrando con cuidado de no hacer ruido.

Sofía miró el monedero. Arrastró las zapatillas y llegó al taquillón. Sacó de uno de los cajones un trozo de papel de embalar y cordel negro. Volvió a la mesa y empaquetó el monedero. 

En su dormitorio tenía una cama imitando el estilo victoriano y un cofre tallado que le llegaba a la altura de la rodilla y de un metro de largo por medio de ancho. En su frontal, una cerradura. La vieja sacó de su cuello un colgante con una llave y lo abrió. Dentro tenía muchos paquetes del mismo estilo. Lo tiró dentro. De debajo de la cama, sacó una bolsa de fieltro cerrada con una cuerda y regresó a la mesa. Deshizo el nudo y sacó una pequeña bola de cristal y un pedestal metálico. Lo puso frente a ella sobre la mesa. Volvió al taquillón, rebuscó entre los cachivaches de uno de los cajones y volvió a la mesa con una vela  que la puso tras la bola. De la caja tomó una cerilla y la prendió. Sopló apagando el fósforo y lo echó al suelo. Se sentó frente a ella y se quedó quieta mirando fijamente el reflejo de la llama en el cristal. Comenzó a respirar profundamente. Sus fosas nasales se abrían y cerraban.

-   ¿Dónde estás jerezano? ¿Dónde? ¿Dónde? Déjame verte para que dejes de hacer daño. ¿Dónde estás?
     A la mañana siguiente se repitió la rutina. Jorge se desplazó al Ayuntamiento. Allí junto a sus compañeros montó en el microbús y otra vez el mismo viaje. La temperatura había descendido algo pero seguía siendo agradable. El sol a las diez de la mañana calentaba los lugares dónde los árboles no hacían sombra. Y situándose al sol se estaba bien.

     Roberto pidió su primer cigarrillo de la mañana. Estuvo quejándose del robo de su monedero: Que el ladrón era gilipollas, que le había dejado el dinero y la piedra hachís, que si ya no se respetaba nada, que si no había compañerismo, que todos eran unos cabrones y si se enteraba de quién había sido leiba a cortar los huevos.

     Llegó el momento de almorzar y volvió a pedir un cigarro a Jorge y se fue al bar. Caminó por la calle interior que daba salida a la calle. Salió del recinto y se dispuso para cruzar. Jorge miraba desde lejos a Roberto. Observó como bajaba al asfalto y a escasos pasos del bordillo. Se escuchó un chirriar de ruedas, agudo y largo. Como el gemido de un perro al que le pisan la pata. La pendiente exagerada y la guagua número once no pudo evitar llevarse por delante a Roberto.

     La violencia del golpe fue tal que los zapatos se los arrancó quedando sus pies desnudos. Voló aproximadamente unos quince metros describiendo su trayectoria un arco, girando su cuerpo en el aire. Su cabeza fue lo primero en golpear el asfalto que rebotó. Finalmente su torso terminó por quedarse quieto en la carretera tras unos rebotes que fueron perdiendo intensidad.

     La guagua por la inercia siguió avanzando y consiguió detenerse a pocos metros. Los viajeros se habían agarrado donde habían podido. Algunos se golpearon contra las barras de sujeción. Se escucharon gritos. La luna de la guagua estaba agrietada por el impacto y embadurnada de trozos de cráneo. La cabeza era un amasijo de carne y pelo. Su cara estaba desfigurada tenía la mandíbula y el pómulo aplastados. Se formaba un riachuelo de sangre que llegaba al paso de cebra que estaba a unos diez metros. El primero en bajarse fue el conductor. Miró el cuerpo y se echó las manos a la cabeza, se dio la vuelta y miró al cielo gritando:¡No pude parar! ¡Pasó sin mirar! ¡Dios, Dios!. Los transeúntes se fueron agolpando en torno al cuerpo que todavía y a pesar del golpe respiraba. Los obreros de la cuadrilla corrieron hacia el accidente. Jorge fue el tercero en llegar y miró a los ojos de Roberto. Pestañeó. El moribundo supo en ese instante quién lo había jodido. Intentó señalarlo, tosió y de la boca surgió un esputo rojo que lo comenzó a ahogar. Intentó levantar la cabeza pero no pudo.  A lo lejos sonaba la sirena de la ambulancia. El tráfico estaba detenido y sonaban las pitas de los coches que ya formaban cola y desconocían lo sucedido.
     Jorge miró al gentío que se agolpaba en la acera de enfrente y quedó aterrado. Esteban estaba en primera fila entre la multitud frente a él. Con la mirada clavada en Jorge. Le sonreía mostrando su dentadura. Jorge notó en su cuello como el colgante se ponía frío.

     La ambulancia llegó y se puso entre las miradas. Jorge sacó el teléfono de su bolsillo y marcó en los contactos a Sofía. Esperó unos segundos.

     - ¡Mamá, me ha encontrado! ¡El Jerezanoestá aquí!
     - ¡Tranquilo, hijo! Mientras lleves el colgante sólo se podrá dejar ver. Te seguirá donde vayas y te amenazará desde lejos pero no te podrá tocar. ¿Circita? ¿Dónde está?
     - ¡En el colegio!
-        ¡Voy a buscarla! ¡Quédate ahí! ¡Así no te seguirá! ¡Ella es lo que importa!
-        Lo se, mamá.

Y se cortó la llamada.

     De la ambulancia salieron dos médicos del servicio de urgencias cargados con sus aparatos de reanimación. Sólo comprobaron que Roberto era cadáver. El más alto de los dos regresó a coger una sábana con la que tapó el cuerpo.

     El capataz llegó montado en su Scooter, dio órdenes a la cuadrilla para que se fueran a casa. Y entre comentarios sobre lo ocurrido el grupo subió al microbús y arrancó. Pedro, durante el viaje de regreso, habló con Jorge:

-        Estás muy pálido. No me extraña. ¡Ha sido un palo muy fuerte!


     Jorge lo miró y levantó las cejas estando de acuerdo pero sólo podía pensar en aquella mirada.

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