sábado, 16 de noviembre de 2013

La Casta. Parte 2. 4

4

Estacionó el todoterreno en la cuneta. Repleta de berros.
Subió por un sendero medio oculto entre los arbustos. Sus botas resbalaban a causa del barro de las recientes lluvias. Pero constante seguía adelante. Alguna zarza le hizo arañazos en los antebrazos cuando las apartaba para continuar avanzando. La cuesta se hacía cada vez más empinada y el esfuerzo para proseguir era cada vez mayor. Los matorrales poco a poco se hacían más densos. Se agarraba a todo lo que podía. Y frunció el ceño cuando cayó en la cuenta. Su bastón lo había dejado en el coche. Aún así, más que decidido a cumplir su misión y que aquel montículo no iba a poder con él, continuó. Llegó un momento que los matorrales eran tan espesos que era imposible continuar. Sacó su navaja y cortó algunas ramas pero fue imposible. Resignado, descendió nuevamente al todoterreno.

    • Sabía yo que no me lo ibas a poner fácil.

Cogió su mochila, el bastón, un machete que colgó a la cintura y un saco de paquetes donde guardaba los hechizos Sofía. Volvió a subir. La camisa estaba empapada en sudor y manchada de sangre en los antebrazos. Sucia del roce de las ramas. Las botas llenas de barro. El segundo ascenso le pareció menos tedioso. Conocía ahora el camino. No tardó la media hora del primer ascenso. En este en quince minutos llegó a la misma situación. A los matorrales espesos como una red. Agarró su machete y comenzó a cortar. Era un gigantesco muro de zarzas. Cada vez que se hacía un hueco más tupido era la vegetación y con más posibilidades de herirse porque las púas de las zarzas eran mayores y más afiladas. Gritó de desesperación y cortó con más rabia el amasijo. Pero no pudo. Cansado cogió su mochila y sacó el presente que Guayota le había hecho. Tapó con el dedo índice la boca de la botella y manchó la yema. Luego tocó las zarzas con el dedo manchado. De pronto. Pedro quedó entre ramas carbonizadas que las tocaba y se deshacían en polvo de ceniza. Así atravesó aquél muro tocando con el dedo y avanzando. El suelo se niveló y se fue haciendo más horizontal. Hasta que llegó al claro dónde se encontraba la cueva de Bartolomé.

Entró en la cueva. Apestaba a cadáver y las moscas revoloteaban en la oscuridad. Pedro sacó una linterna y alumbró la bajada. Llegó al lugar dónde se hayaba el cuerpo de Jorge.

    • ¡Que no sea tarde! ¡Que no sea tarde!
Habló a la nada.

Miró los arañazos en la pared. Volvió a meter la mano en la mochila y sacó una tiza. Dibujó un rectángulo y dentro de él símbolos extraños. Luego arrastró el camastro dentro del dibujo. Agarró el cuerpo y lo puso encima. Ungió el rostro de Jorge con sangre de la botella y manchó un trapo que dejó a los pies del muerto. Puso todos sus bártulos y esperó. Pasaron unas dos horas y el suelo de la cueva pasó del gris al azabache. Luego se licuó. Jorge abrió los ojos. El chapoteo del remo se oyó y de uno de los accesos de cuevas más profundas apareció Caronte en su barca. Remando despacio. Rítmicamente. Condujo la barca hasta la orilla del rectángulo y habló.

    • Hola Pedro. Es extraño. No estás muerto y en cambio te veo hablando conmigo. Se nota que eres novato en esto. Te faltan muchas cosas para completar este ritual sin peligro para tu persona. ¿Cómo te atreves a llamarme? ¿No ves que podría cerrarte el paso al mundo de los vivos y dejarte aquí en el limbo como a éste? Sí, éste no tenía monedas en sus ojos. Mira ves aquel que nada hacia aquí.

Señaló al cadáver de Jorge y al horizonte. A lo lejos una silueta que daba brazadas cansinamente y que luchaba por llegar a alguna orilla inexistente.

  • ¡El espíritu de éste zángano!

Al mismo tiempo que gritaba esto, Caronte se estiró como un resorte y acercó el rostro a Pedro enseñándole los dientes y mostrándole cómo sus pupilas de gatos formadas por cataratas de fetos cayendo al vacío. Salió una neblina de su boca. Acercó el remo y empujó la plataforma. La zarandeó haciendo perder el equilibrio a Pedro y cayó. Se agarró como pudo al rectángulo y gritó.

  • ¡Sofía! ¡Necesito encontrar a Sofía! ¡Yo pagaré el viaje del zángano!
  • ¿Sofía? Entre mis futuros viajeros no hay nadie con ese nombre.
  • ¡Caronte, recuerda! ¡La vieja bruja Sofía!
Pedro luchaba por aferrarse a la plataforma e intentar hablarle sin ahogarse. Mientras Caronte lo hundía empujándolo con el remo.
  • ¡Caronte, haz memoria! ¡Te tiene que haber hechizado!
  • ¡Pedro, Nadie burla al barquero! ¡Nadie!

Pedro llegó con la mano hasta el saco. Agarró un paquete y lo aplastó. De él escurrió un líquido verdoso.
En aquellos momentos en una habitación con las paredes sin encalar dentro de la casa y dónde guardaban los aperos, Sofía afilaba su puñal con una piedra de esmeril haciéndola girar mediante unos pedales. De pronto un dolor punzante se produjo en su estómago. Se dobló hacia adelante y lanzó un alarido que hizo eco en la casa. Luego se tiró de espaldas y comenzó a darle nuevamente convulsiones. Lanzaba espumarajos llenándose el rostro de baba blanca. Bartolomé y Eva se acercaron otra vez a la vieja y la agarraron para que no se hiciera daño. Conteniéndola entre los dos poco a poco se le fue pasando. Consiguió articular unas palabras.
Pedro lanzó el paquete aplastado a la cara del barquero.

    • Estoy bien. Vete Circita, tengo que hablar con tu abuelo.

Dijo Sofía.

Caronte contuvo los ataques. Pedro más calmado pero todavía con la respiración agitada pudo aferrarse con seguridad al rectángulo.

  • ¿Sofía, la bruja? ¡Es cierto! ¡Cinco años! No conseguía acordarme de ella. No se cómo lo hizo. Me borró todo rastro de ella en mi memoria. ¡Astuta vieja! Todavía no es el momento pero si ella usó un hechizo conmigo yo también romperé mi pacto. Tú serás la herramienta, el verdugo. Sofía morirá antes de lo dicho. ¿Qué quieres saber?
  • ¿Dónde está?, barquero. ¿Dónde está su refugio? ¡Dímelo!
  • Irónico que arriesgues demasiado para una petición tan mísera. Pero te ha salido bien tu jugada. Tus motivos deben ser muy importantes o tu señor debe ser muy poderoso para que arriesgues así tu alma. ¡Toma, te lo has ganado!

Apareció un papiro atado con una cinta negra en el rectángulo. Pedro conseguía al fin subir a la plataforma. Estaba manchado completamente de un líquido negro, pegajoso, por todas sus ropas. Caronte continuó hablando.

    • Es el mapa dónde se encuentra la cueva de Sofía. Siguen las ironías del destino, porque haces dos veces el mal. La segura próxima muerte de Sofía y el alma de su hijo, perdido para siempre, haces que cruce conmigo la laguna. ¡A ver las monedas!

Pedro metió la mano en la mochila y puso dos encima del cuerpo inerte de Jorge. Caronte extendió el brazo y las monedas flotaron hacia su mano. Las agarró y las depositó en una hucha con forma de cráneo colgado con dos cuerdas de cuero a su cinturón, se agachó y cogió un farol. Alumbró en dirección a la silueta y a lo lejos el espíritu de Jorge sonrió. Volvió a tener fuerzas y comenzó a nadar como él sabía hacerlo. Volvía a ser un pez. De la línea recta que trazaba desde la barca hasta Jorge se formó agua de mar. Azulina como la que está cerca de los arrecifes. En un momento abordó la barca. Caronte lo ayudó dándole la mano.

    • A ti también te queda poco tiempo. La próxima vez que nos veamos espero que tengas dinero para el viaje. No es agradable quedarse en la eternidad buscando una orilla.
Pedro se quedó sentado. Cruzó las piernas y vio como Caronte se alejaba con el espíritu de Jorge que empezaba a tener una conversación con él.

    • ¿Dónde vamos barquero?
    • ¡Todos me hacen la misma pregunta! ¡Es mi maldición, la de repetir a todos esto y hacerte saber la verdad! ¡Es mentira que las almas descansen! Desde el principio de los tiempos yo he sido quién he transportado las almas de todos los fallecidos. Allí te olvidarás quién has sido pero a todas horas recordarás quién quisiste ser. Perderás de tu memoria todo aquello qué conseguiste y recordarás todo aquello que perdiste. No habrá nada y desearás tenerlo todo. No hace falta que sientas dolor en tu cuerpo porque el desamor, el odio y la indiferencia te visitarán todos los días. Se presentarán y brindaran contigo. En un rato se marcharán y los olvidarás, y cuando los hayas olvidado, vendrán otra vez y recordarás, así una y otra vez. Sentirás eternamente la sensación de la muerte inesperada de tus hijos. La sensación de que un ser querido te descubra mintiéndole. La soledad, será tu compañera. Aquella que quema, que quieres olvidar, que te abraza y te llena de desasosiego y querrás hablar con alguien pero no habrá nadie. Una vez que me vaya quedarás allí sólo. Harás compañía a grandes de la historia como Nerón, Cristo, Mahoma, Budha, Claudio, Kennedy, Franco, Hitler, Ghandi, Stalin... Nobleza y plebe, señores y villanos. No existe la divinidad, ni la salvación. Porque todos tienen en algún sitio de sus almas algo oscuro, no hay nadie divino ni santo. ¡Para nadie! Allí sólo son el almuerzo para el devorador de almas que una y otra vez se los come, los digiere y luego los expulsa. Así una y otra vez. ¡Por toda la eternidad!

El pasajero comenzó a gritar desesperado e intentó saltar de la barca. Caronte se lo impidió dándole un golpe con el remo en la cabeza. Jorge quedó aturdido y tendido boca abajo. Un grillete aferrado al tobillo, hizo su aparición. Poco a poco Caronte remó y se perdió en el horizonte.

El suelo volvió a ser de cemento. Las antorchas colgadas en las paredes de la cueva se encendieron. Pedro bajó de la camilla con el papiro en la mano. Miro el cuerpo de jorge y poniéndole la planta del pie en un costado empujó hasta que lo tiró al suelo. Luego le lanzó un escupitajo. Agarró sus pertenencias y salió de la cueva.



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